El mundo está en plena transformación energética, empujado por la urgencia de frenar el cambio climático y reducir la dependencia de los combustibles fósiles. Esta “nueva revolución verde” plantea el reemplazo del carbón, el petróleo y el gas por energías limpias como la solar, la eólica o el hidrógeno verde. Sin embargo, esta transición no es neutral ni automática. Tiene rostro, territorio, historia y conflicto. No se trata solamente de cambiar la fuente de energía, sino de reconfigurar relaciones de poder globales. Y en esa reconfiguración, países como Bolivia enfrentan una vez más la tensión entre promesa y dependencia, entre oportunidad y subordinación. Lejos de una narrativa simplista de progreso, la transición energética está marcada por una feroz competencia geopolítica. Potencias como China, Estados Unidos y la Unión Europea compiten por el control de los minerales estratégicos necesarios para la tecnología verde como el litio, cobalto, tierras raras y el Sur Global es reposicionado como el “almacén de materias primas” del mundo. ¿Nos suena conocido? Es el mismo patrón que se repite desde hace más de 500 años, cambian los nombres, pero las reglas siguen siendo las mismas.
La transición hacia energías limpias puede convertirse en una oportunidad transformadora para el Sur Global, o en una nueva forma de dependencia, si no se rompe con la lógica de extracción sin industrialización, de exportación sin valor agregado, de crecimiento sin justicia. Bolivia, por su parte, posee una de las reservas más grandes de litio del mundo. Y, sin embargo, se encuentra en un momento de extrema fragilidad institucional, económica y energética. Hoy, la situación en Bolivia es crítica. En los últimos meses, el país ha experimentado interrupciones en el suministro de combustibles de diésel y gasolina, paralizando el transporte, afectando la producción y generando largas filas de ciudadanos desesperados por conseguir unos litros de carburante.
Más del 70% del combustible que consume Bolivia es importado, subsidiado y transportado en condiciones cada vez más insostenibles. Paralelamente, autoridades del Gobierno han reconocido públicamente que las reservas de gas natural están en declive, y que en el corto plazo podríamos enfrentar apagones eléctricos debido a que gran parte de nuestra matriz energética depende de termoeléctricas alimentadas por ese gas.
Estamos, sin duda, ante un escenario complejo. La crisis energética boliviana no es solo técnica, es profundamente política. Refleja años de desinversión en exploración hidrocarburífera, falta de diversificación de la matriz energética y un modelo de desarrollo dependiente de ingresos extractivos. En vez de haber usado los ingresos del gas para impulsar una transición energética real, apostamos por la continuidad del modelo fósil. Hoy, pagamos las consecuencias de esa visión de corto plazo. Y, sin embargo, estamos ante una oportunidad que no podemos desperdiciar. La transición energética podría ser la puerta para salir del extractivismo y caminar hacia un modelo de desarrollo que respete los límites ecológicos, que promueva la justicia social y que recupere la soberanía energética. Pero eso solo será posible si se hace con planificación, con visión de país, y, sobre todo, con participación de la sociedad civil, pueblos indígenas, jóvenes y sectores históricamente marginados.
Como joven boliviano, me preocupa profundamente que sigamos atrapados en la idea de que basta con tener recursos naturales para garantizar el desarrollo. El litio no será la salvación de Bolivia si no va acompañado de conocimiento, tecnología, infraestructura, instituciones sólidas y, sobre todo, de una ciudadanía crítica y organizada. De poco servirá producir baterías si seguimos sin agua, sin electricidad estable, sin médicos, sin educación de calidad. Es urgente romper con la ilusión del “milagro del litio” si no queremos repetir el ciclo del estaño o del gas. Además, debemos mirar con seriedad los conflictos sociales que ya se están gestando en torno a los proyectos de explotación del litio. Comunidades que reclaman su derecho a decidir sobre su territorio, pueblos indígenas que denuncian el extractivismo verde, regiones que exigen participación en las decisiones estratégicas. No habrá transición justa sin consulta previa, sin respeto a los derechos colectivos, sin un modelo descentralizado y democrático de gestión energética.
Bolivia necesita repensarse desde la energía. No podemos seguir dependiendo de combustibles fósiles en pleno siglo XXI. No podemos seguir apostando por un modelo que contamina, que agota, que deja territorios devastados y sociedades fragmentadas. La energía no es solo watts o baterías. Es poder, es autonomía, es presente y es futuro. La transición energética debe ser también una transición política, cultural, educativa, ética. Una transición que cuestione el modelo extractivista y que apueste por la vida digna para todos. La transición energética no es buena o mala por sí sola. Dependerá de cómo se la implemente, de quién la lidere, de para qué fines se oriente y de quiénes participen en su diseño. Si no asumimos ese reto desde ahora, la revolución verde solo cambiará el color de nuestras cadenas. Y como bolivianos, no podemos permitir que el futuro energético del país vuelva a escribirse sin nosotros.
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Walberto Tardio es activista y estudiante de derecho ciencias políticas y sociales
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