Carolina Méndez Valencia
Todo empezó cuando el humo invadió nuestras casas, oficinas, escuelas, mercados, hospitales, cafeterías y gimnasios. Estábamos cada quien haciendo actividades cotidianas cuando de pronto sobrevino en el ambiente esa espesa niebla con olor a muerte. Nos mirámos unos a otros y corrimos a cerrar las puertas, ventanas y rendijas. No hubo caso, el humo estaba por todos lados apoderándose del entorno. Ya había penetrado en las ropas y se había asentado en los cabellos. Pronto lo sentimos en las gargantas, los pulmones y también en los ojos.
El humo se apoderaba también de nosotros.
De a poco nos empezó a consumir la tiniebla. El sol quedó oculto tras la bruma gris tóxica que reinaba y era imposible ver qué había más allá de los 100 metros de distancia.
La gente trató de entender qué pasaba. Buscó información en internet, sintonizó el noticiero en la radio, encendió la tele y abrió el periódico. Algunos trataban de abrir y cerrar los ojos para asegurarse de que lo que veían no era una pesadilla. Quienes pudieron evacuar, se fueron buscando refugio en las montañas. Facebook se llenó de mensajes de búsqueda de humidificadores, aires acondicionados y atomizadores de agua. La gente empezó a hablar del “índice de la calidad del aire” señalando que estábamos en el color negro que no podía ser otra cosa que lo peor posible. Devino un insomnio colectivo que hacía que nadie pueda conciliar el sueño luego de las 4 de la mañana. El olor a muerte penetraba con mayor fuerza a esa hora.
Aunque era el tema más importante de la jornada se lo abordaba siempre cuidando no sumergirse demasiado en el problema. Se hablaba por ejemplo del humo y de los incendios forestales pero no de los pirómanos responsables de las llamas. Se hablaba de los sembradíos de coca y de la aprehensión de cuatro jornaleros y no de la ampliación del agromodelo de negocio suicida. Se hablaba de las concesiones de tierra y no del sistema extractivo insaciable e insostenible que lo estructura.
Las autoridades, como si todo el tiempo hubieran estado protegidos por una cápsula de vidrio infranqueable a la realidad, recién reaccionaron cuatro días desde el inicio de todo. Salieron a advertir que el escenario era peligroso, que no había que exponerse al aire libre y que teníamos que retornar al uso del barbijo. También dispusieron la suspensión de las clases escolares para proteger a los menores, como si para entonces el humo no se hubiera apoderado ya de todos los poros y rincones.
Un día, cuando la ciudad parecía empezar a solidificar lo tenebroso y la gente a sobrellevar la penumbra, empezó a llover. Al inicio la lluvia vino tímida y leve pero luego tomó tal intensidad que pudo escurrir el hollín. Llovió como el llanto más desconsolado de un corazón roto y el agua fue tal que además del humo se llevó el caldo de cultivo de indignación que estaba empezando a germinar en el interior ciudadano.
Tras la lluvia ya no hubo más preguntas. No hubo más respuestas. Nadie quiso seguir hablando de este tema y aunque quedará en la memoria colectiva, sólo pensaremos en esta escena apocalíptica el próximo año, cuando vuelva a ocurrirnos con mayor intensidad la distopía.
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Carolina Méndez Valencia es periodista
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