Habitantes de la Chiquitanía

Reportajes

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Rodolfo Huallpa

Por Malkya Tudela Canaviri, Erick Chipana Mendoza (video y artes), Cantobena (infografías) y Gladys Patty (diseño y web).

Esta investigación se elaboró en el marco del taller virtual “El periodismo como ejercicio de defensa de derechos”, que realizó la red UNITAS con el apoyo de la Unión Europea y en coordinación con la Asociación Nacional de Periodistas de Bolivia (ANPB) y el coauspicio de FUNDAMEDIOS de Ecuador, dentro del proyecto “Sumando Voces Multiplicando Acciones: Las Organizaciones de la Sociedad Civil defensoras de derechos y redes de prevención y protección de grupos específicos en Bolivia”.

“Si no hay agua, no hay producción de nada”

Juan Taborga, de la comunidad PortoncitoJuan Taborga es un hombre de 46 años, pastor de la Obra Evangélica Nacional en San José de Chiquitos, vecino de Villa 13 de Mayo en esa ciudad ―con una envidiable vista del cerro Turubó― y comunario de El Portoncito.

Tenía cinco años cuando, en 1979, las lluvias causaron el deslizamiento de un cerro que afectó a los pobladores de El Portón, en Roboré, una comunidad que había sido instalada en 1946 en el contexto de la construcción del ferrocarril.

Luego del desastre, los padres de Juan y otras 50 familias de agricultores cargaron con todos sus hijos para migrar hacia 90 km al oeste y volver a empezar. 

Las autoridades cedieron pequeños terrenos en San José de Chiquitos para que se instalaran las familias afectadas y, posteriormente, ellas demandaron tierras para trabajar. El gobierno les entregó tierras a 50 km del pueblo, sobre el camino hacia San Rafael de Velasco, para que pudieran garantizar su sobrevivencia diaria.

Actualmente la nueva comunidad se llama El Portoncito y está formada por unas 70 familias ―20 más que las originales― que comparten la propiedad colectiva de 3.600 hectáreas.

La falta de escuela en la comunidad, la permanente carencia de agua, la necesidad de buscar trabajo en la ciudad, entre otros factores, hacen que actualmente 14 familias tengan residencia permanente en El Portoncito, entre ellas la madre y las hermanas de Taborga. La mayoría de las familias está afincada en Villa 13 de Mayo, con permanencias temporales en la comunidad en época agrícola y viajes semanales para ver a sus animales o pequeño ganado.   

“Mi comunidad son casi 3 km de frente (sobre la carretera) y unos 15 km de fondo. Al norte (está) un empresario agricultor, siembra soya y ha hecho bastante desmonte, ha hecho atajado y no nos llegan las corrientes de agua como antes. Nuestros atajados no se han llenado y, si no hay agua, no hay producción de nada. Del otro lado (está) un señor, creo que es suizo o es argentino, igual tiene desmontes, ha hecho atajado para su ganado, la tiene el agua. No se puede más”, explica Taborga.

Los ganaderos recurren a atajados para captar agua de lluvia y a represas para contener el agua para sus bovinos, mientras que las comunidades hacen lo mismo para reproducir su vida diaria. El problema de eso es la falta de lluvias y los últimos años de sequía en la Chiquitanía han sido difíciles.

“Atrás de nuestra comunidad están las comunidades campesinas, hay hartas, han empezado a desmontar, desmontar y desmontar, a sacar la madera y lo han desforestado. De ahí viene el calor, la sequía, tenemos 7 meses de sequía, la zona chiquitana es un bosque seco, no hay agua”, dice Taborga.

Juan Taborga dice que la tierra de El Portoncito es buena en tiempo de lluvia porque produce yuca, maíz, plátano y hasta hortalizas, pero el tiempo de precipitaciones se ha vuelvo impredecible y la plaga del gusano cogollero azota.

“En chaqueados nuevos da el arroz”, explica con una sonrisa de orgullo, lo que significa que cuando se habilita la tierra con el método de quema y barbecho, y se tiene buena lluvia, se puede lograr una producción satisfactoria.

Ingreso a la comunidad PortoncitoPero en los dos últimos años existe un problema para el trabajo del pequeño campesino indígena. “Hay que sacar permisos (de quema), no se puede sembrar, llegó el tiempo que dice (la autoridad) ‘que no se queme nada’”, explica Taborga. La ABT (Agencia de Fiscalización de Bosques y Tierras) es eficiente en eso, se entera de la quema y caen las multas a los comunarios por pequeños espacios chaqueados.

Hace tan solo cinco años se perforaron tres pozos en El Portoncito para obtener agua. Uno se secó pronto, otro dio un fluido no apto para consumo humano y el último provee entre 250 a 300 litros (un turril) por día y tarda en recargar. 

¿Qué hacen para vivir? Buscar trabajo eventual en San José es la opción inmediata para hombres y mujeres, las haciendas y las obras de infraestructura de los últimos años también han dado para el jornal. Juan Taborga divide su tiempo entre el cuidado de su chaco en su comunidad, guiar a su iglesia y ser chofer de mototaxi en San José, además tiene colgado en una pared un overol usado y una desbrozadora a gasolina para sacar hierbas.

En diciembre, su hijo recién salido bachiller tuvo un accidente en la carretera al viajar en moto hacia El Portoncito. No había una buena señalización y se metió en un canal lleno de agua. Juan tuvo que pagar una costosa tomografía en Santa Cruz de la Sierra y el tratamiento que derivó en un restablecimiento de la salud de su hijo. Tuvo suerte porque en los mismos días otro accidente por el lugar derivó en la muerte de una persona que iba hacia el km 90.

Aunque es un hombre informado, Juan Taborga habla con incertidumbre sobre el futuro de su pueblo respecto de las obras de la carretera: “Ya está la liberación del derecho de vía, los 50 metros. Ellos (la ABC) han quedado de ir a la devolución y el alambrado que tienen que hacer, no se sabe cuándo irán a hacer esa devolución, la devolución de las plantas que van a tumbar y las plantas frutales que quedan. No se sabe nada”.

Juan Taborga todavía tiene algún familiar en Portón, ahora declarado Patrimonio Histórico, Turístico y Religioso en Roboré, pero nunca más ha vuelto a vivir allí. Por eso le sorprende, pero le alegra, que ahora su hijo, acabado de graduarse de secundaria, le haya pedido volver al pueblo de origen de su familia para desarrollar su vida adulta.

“Si todos hicieran agricultura, el terreno no alcanzaría”

María Concepción Rodríguez tiene 43 años y es la cacique de San Rafaelito de Sutuniquiña, una comunidad ubicada a la vera del camino, a unos 8 minutos en moto desde San Ignacio de Velasco.

En idioma bésiro, sutuniquiña significa “tierra roja”. Y tal vez no sea del todo roja, pero es del color intenso de las tejas coloniales y de los ladrillos adobito que también se fabrican en esa comunidad.

María Concepción Rodríguez, cacique de San Rafaelito de SutuniquiñaLa cacique tiene una tejería junto a su esposo y es capaz de dar una charla didáctica relámpago sobre la materia prima para las tejas coloniales tan usadas en las construcciones de San Ignacio de Velasco. La greda para las tejas escasea cada vez más, es como una plastilina que se extrae del río y se usa para elaborar las finas lozas; para crear el ladrillo adobito esa greda se mezcla con tierra.

Un promedio de 10 mil ladrillos por mes se vende en el pueblo, pero la cuarentena paralizó la producción y cayeron las ventas. Fueron varios meses sin actividad. Mientras que ahora, que es tiempo de lluvias, el río se llena y no permite trabajar. “Ese es el problema, no tener trabajo”, dice la cacique Rodríguez.

Un cántaro de cerámica colocado en las puertas de la comunidad es una señal de que allí hay también artesanías en cerámica. Más precisamente, hay mujeres artesanas. “Les falta el trabajo fino, pero sus cerámicas son buenas”, dice otro vecino.

Nadie circula cerca del mediodía por Sutuniquiña, y si las escasas vacas no rumiaran también parecerían estatuas.

La comunidad tiene casitas dispersas a ambos lados de la carretera, están hechas de barro y varas de madera, y otras de un envidiable ladrillo visto y tejas coloniales, todas tienen el color intenso de la tierra ocre. A este tramo aún no ha llegado la empresa china para desarrollar las obras.

A diferencia de su trato con las Centrales Indígenas, la ABC ha tenido varias conversaciones con los comunarios de San Rafaelito de Sutuniquiña para definir la liberación del derecho de vía, que legalmente debería respetar 50 metros libres a ambos lados del eje del camino.

El letrero de anuncio de obras de la carretera en San IgnacioActualmente tienen un acuerdo para hacer más angosta la carretera en el espacio en que atraviesa el pueblo. “La primera vez han venido para ver el derecho de vía, un grupo (de la ABC), después viene otro grupo y después otro grupo. Hay personas que lo reciben a uno, le entienden. Si no los entiendo, explican y hacen que yo entienda, pero hay otros que no nos entienden. Cuando a mí no me entienden o veo que no quieren escuchar nuestra petición, donde yo tengo que acudir es al cacique de ACISIV, que sea él que me acompañe para llegar hacia ellos”, dice Rodríguez.

Por ahora el énfasis de sus pedidos está en que la carretera tenga bastante señalización a la altura de la comunidad para evitar los accidentes de tránsito y afectar a las personas y los animales.

La única preocupación es que la carretera no se coma el territorio de 600 hectáreas que alberga a unas 700 personas, o 150 familias. La tierra ya es escasa porque las propiedades privadas han ido avanzado poco a poco.

“Si todos hicieran agricultura, el terreno no alcanza”, explica Rodríguez. A veces las familias hacen agricultura en la mitad de una hectárea.  

“Unos hacen chaco, otros hacen ladrillos, otros trabajan en floreros y macetas, los demás van a motoquear y otros salen a trabajar con los patrones, de jornaleros”, dice la cacique. Y este es un factor central entre los habitantes de las comunidades indígenas: la búsqueda de sobrevivencia.

Las dificultades de hacer agricultura derivan en la salida de los comunarios hacia el mercado laboral en evidente desventaja porque los oficios que les esperan son informales, eventuales y mal pagados.  

La cacique Rodríguez es optimista y con una férrea formación católica, por lo que no desaprovecha la ocasión para advertir de la siempre presente posibilidad de desviarse hacia el camino errado. Las iglesias evangélicas, se nota, han abierto también otro terreno de pugna en la Chiquitanía.  

“Puedo decir que se nos ha impuesto un Plan para Pueblos Indígenas”

Cándido Casupá es joven, pero utiliza una medida antigua para ubicarse en su territorio. “Mi comunidad Altamira está a dos leguas de aquí”, explica. El conversor de medidas refiere 9,6 km desde la zona urbana de San Miguel de Velasco hasta Altamira, pero el cacique recuerda haber viajado de niño hasta dos días de caminata hacia el centro poblado.

Altamira tiene cerca de 140 familias o 500 habitantes, y aunque tiene unos 80 años de asentamiento, el título colectivo de la propiedad recién llegó en el año 2003. Según Casupá, “no hubo un seguimiento de las autoridades comunales” a ese trámite, por eso la demora.

Propaganda de prevención de la Covid-19 en San MiguelEn los últimos años se ha forjado como dirigente indígena y ha aprendido en el camino. Uno de los aprendizajes es precisamente acerca de los derechos colectivos respecto de la construcción de la carretera.

Casupá entiende que el Plan para Pueblos Indígenas debe contemplar algún aspecto que beneficie a las 45 comunidades indígenas de San Miguel de Velasco y eso en criterio de su directorio es una sede social-productiva.Por ahora, la Central de Comunidades Indígenas alquila un espacio en el centro poblado de San Miguel de Velasco porque no tiene una casa propia para uso de los dirigentes y de sus afiliados.

La vulnerabilidad de los mismos dirigentes es evidente. En los últimos años han sabido de nuevos asentamientos de migrantes, pero desconocen la ubicación de las ocupaciones. La Central Indígena tiene 45 comunidades y se sabe que se han asentado 70 comunidades campesinas con resoluciones del INRA.

“No tenemos conocimiento de dónde está ese territorio con esa gente. Como organización, hemos estado haciendo seguimiento para conocer en qué parte están los asentamientos con resoluciones, pero la enfermedad (Covid-19) nos ha paralizado. Solo hemos visto 10 sitios, pero no hay nada de trabajo (en la tierra), está el monte, el caminito”, dice Casupá, quien cree que los asentamientos se definen en un escritorio, mirando imágenes de satélite.

La presencia de los pequeños campesinos migrantes provoca desconfianza en los caciques, aunque Casupá dice que está consciente de la existencia de campesinos sin tierra en otras partes del país. El hecho es que a un recién llegado le tomará un tiempo conocer la dinámica de la tierra y de la naturaleza de la Chiquitanía. Para empezar, “el migrante no sabe hacer cortafuego”, dice Casupá, refiriéndose a la técnica del chaqueo que utilizan los pueblos indígenas para habilitar terrenos de monte para la agricultura. 

Aunque no existe la seguridad de ello, se atribuye a las comunidades campesinas recién asentadas la generación de los fuegos que provocaron los incendios en los dos años pasados.

Casupá insiste en una coordinación de los recién llegados con las autoridades indígenas y del municipio. “Hay gente pobre como nosotros que necesita ese pedazo de tierra, pero hay gente pudiente que utiliza a personas para aprovecharse de la tierra, sucede con los desmontes”, explica.

«Hay tierras fiscales por allá, nosotros estamos cuidando eso»

Jovita Egüez es una joven comunaria de Villa Fátima, una de las siete comunidades de San Rafael de Velasco que están al borde de la carretera en ese municipio.

Los informantes dicen que, en Villa Fátima, ubicada a 40 minutos en minibús desde San Rafael, hay hablantes de idioma bésiro que se resisten al castellano, pero también a enseñar la lengua nativa a otros habitantes. La reservan solo para ellos, y son principalmente los adultos mayores.

Fuera de los meses de lluvia, la comunidad sufre de una sequía persistente. “Agradecemos a dios que, por lo menos agua potable tenemos para tomar, tenemos un pozo artesiano. Lo que no hay es para los animales, todo está seco. No hay atajados, han cavado un atajado, pero no ha llovido, no hay nada de agua. La gente que tiene sus animales busca dónde llevarlos, (los lleva) lejos, cerca del río. Hay una hacienda cerca que ha alambrado el río y no deja entrar a las comunidades”.

La actividad productiva está restringida por la falta de agua, pero con un financiamiento de una organización no gubernamental pudieron garantizar agua potable a las 228 personas de la comunidad desde el año 2018.

Julio Egüez es primo de Jovita y cacique de la Asociación de Comunidades Indígenas de San Rafael de Velasco. “Nuestro municipio es cabecera de cuenca”, dice. Y expresa su temor de que una ocupación incontrolada del territorio derive en afectar a esas fuentes de agua.

Igual es difícil subsistir. El trabajo que consiguen los hombres o mujeres es temporal. El aserradero de una empresa daba trabajo, pero hace un tiempo que está cerrado. Con una entonación suave, Jovita Egüez relata que la gente sale a buscar empleo a las ciudades intermedias o hasta Santa Cruz de la Sierra: “Migrar, dejar a su familia. Algunas familias se quedan a carpir sus canchones, a limpiar, a sembrar algo, pero en este tiempo no se da nada, todo lo que se ha sembrau se ha secau”.

Los incendios forestales de 2020 y 2021 han sido perjudiciales para la Chiquitanía y los chiquitanos en todo sentido. Uno de esos impactos negativos es la prohibición de hacer chaqueo, la técnica de tumbar un pedazo de monte y quemarlo para habilitar la tierra para la siembra.  

Al finalizar el 2020, una familia de Villa Fátima se arriesgó a chaquear para sembrar algo. Ahora la multa va a ser cubierta por toda la comunidad porque la familia sola no podría pagarla.

Sin adornos ni rodeos en sus palabras, Jovita Egüez habla de la pobreza en la comunidad debido a la falta de medios para reproducir su vida diaria. A pesar de tener tierra colectiva en sus manos, la falta de acceso a las fuentes de agua hace que sea difícil trabajarla.

Jovita explica que no están en la misma situación los propietarios privados y, por tanto, ellos serán los más favorecidos con la nueva carretera.

“Son los más beneficiados, las empresas grandes, los que tienen haciendas privadas. Los que vienen y se asientan (pequeños migrantes informales) no necesitan formar comunidad, solo vienen y se asientan. Hay tierras fiscales por allá, ellos vienen a asentarse, nosotros estamos cuidando eso”, dice Jovita.

El reportaje fue publicado originalmente en el portal del PIEB, en este enlace: http://pieb.com.bo/blog/nota.php?idn=11823

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