Daniel Espinoza
“No sé cuántas madres están dispuestas a sacrificar a sus hijos”. Hace algo más de cinco años, Gustavo Torrico emitía este comentario al referirse a los jóvenes que habían iniciado movilizaciones contra las irregularidades en el proceso electoral de 2019. El ahora viceministro complementaba esa nefasta frase indicando que iban a defender la revolución del MAS contra quien sea, y que nadie podría devolverles a los hijos que pierdan la vida en las movilizaciones. Estas monstruosas declaraciones fueron replicadas por el silencio de la impunidad que Gustavo sigue gozando. Más allá de las declaraciones de los opositores, nunca hubo repercusión alguna por esta y otras declaraciones y actos violentos de esta persona. Torrico es uno de los muchos personajes que incurren en este tipo de actos, deteriorando nuestro escenario político, ya decaído.
Hacer un reclamo contra las acciones violentas en la política parece, a primera vista, una acción inútil, porque es algo a lo que estamos acostumbrados. La política es así, sucia, y todo vale, pero en el trasfondo, se ha normalizado la violencia. Hoy por hoy, es un lenguaje común dentro de las relaciones que existen entre los grupos políticos, y que no se restringe al espacio político, sino que se ha transferido a la gestión pública boliviana. Las amenazas de Ramón Quintana, indicando que Bolivia se convertiría en un Vietnam Moderno, la de Fernando López, que le decía a un ciudadano que podría desaparecer en 10 segundos por faltar el respeto a un militar, o las declaraciones contra grupos específicos durante este gobierno muestran la hostilidad de este y a otros gobiernos anteriores.
Además de autoridades públicas, líderes políticos también aportaron a este escenario. Aún cuando era presidente del Comité Cívico pro Santa Cruz, Fernando Camacho, advirtió a las mujeres de pollera de Santa Cruz que no deberían salir de sus casas dada la coyuntura, porque de ser así podrían provocar la vulneración de sus derechos. La violencia se transmite con una naturalidad alarmante.
Esta normalización de la violencia genera un entorno hostil para el ejercicio de derechos. Las personas apuntadas por estos actos son intimidadas de tal manera que podrían, incluso, dejar de ejercer su profesión. El caso de los periodistas, por ejemplo, que son constantemente amenazados y agredidos por autoridades y líderes políticos, genera un temor fundado que impide la libertad de prensa y, por ende, afecta nuestro derecho al acceso a la información. De la misma manera, la ciudadanía no tiene la libertad de protestar ni manifestarse a voluntad, dadas las advertencias y antecedentes de represiones o detenciones, comunes en todo gobierno.
Otra grave consecuencia de la violencia como lenguaje político es su transmisión a las relaciones sociales en nuestro país. Si nuestros líderes agreden con tanta libertad, la sociedad también lo hará. Es más, la violencia se agudiza en escenarios de menor escala, y puede generar respuestas aun más nocivas. Este escenario también es precursor y producto de la polarización que nos asola.
Debemos tener presente que las autoridades públicas responden a los deberes que les hemos conferido a raíz de nuestra soberanía. La proliferación de la violencia en la gestión pública y en el escenario político es inconcebible. Los líderes sociales y políticos también tienen una obligación con las personas a quienes representan, más allá de sus intereses personales o las de las cúpulas de poder: ser organizaciones civiles (no pública) no las exime de respetar los principios democráticos y la cultura de paz que merecemos. Como sociedad civil, debemos estar alerta sobre la conflictividad que nos rodea, y debemos ser muy críticos para entender cómo nuestros líderes influyen en este escenario violento.
–0–
Daniel Espinoza es abogado y politólogo, comprometido con la defensa de los derechos humanos.
Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.