Prácticas culturales en Bolivia normalizan la violencia sexual y silencian el abuso con acuerdos

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Foto referencial tomada de Los Tiempos

Un estudio reciente que abarca El Alto, Potosí y Riberalta, en Bolivia, revela cómo prácticas culturales arraigadas perpetúan la violencia sexual contra niñas, adolescentes y mujeres, normalizando actos que deberían ser considerados delitos. La investigación, llevada a cabo por el Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento (IICC) con apoyo del UNFPA, expone mecanismos como los matrimonios forzados y los acuerdos económicos que encubren los abusos.  

En las tres regiones analizadas, una de las prácticas más alarmantes es la imposición de relaciones sexuales no consensuadas dentro del matrimonio. Muchas mujeres son obligadas a ceder a las demandas de sus parejas bajo la creencia de que el cuerpo femenino es propiedad del hombre. “Los hombres piensan que, al estar casados, pueden tener relaciones cuando quieran”, relata una promotora contra la violencia en El Alto.  

El acoso sexual en espacios públicos también está naturalizado. Niñas y adolescentes modifican sus rutas y vestimenta para evitar agresiones, mientras los agresores rara vez enfrentan consecuencias. Un testimonio de El Alto describe cómo el Carnaval se convierte en un escenario de violencia: “A los 10 años, alguien me tocó en la calle y me puse a llorar. A los 14, supe que no era la única”.  

Las uniones tempranas, impulsadas por factores socioeconómicos, son otra práctica nociva. En Riberalta, familias entregan a niñas a hombres adultos a cambio de estabilidad económica. “Los papás hacen trueques: a cambio de dinero, entregan a sus hijas”, explica una profesional de salud. Estas uniones truncan el desarrollo de las menores y las sumen en ciclos de dependencia y abuso.  

Los acuerdos económicos para silenciar la violencia sexual son comunes. En lugar de denunciar, muchas familias negocian compensaciones con los agresores. En Riberalta, dos hombres acusados de violación pagaron 5.000 bolivianos a la familia de la víctima para evitar la cárcel. Esta práctica trivializa el delito y perpetúa la impunidad.  

El “honor familiar” prevalece sobre la justicia. Las comunidades presionan a las víctimas para que no denuncien, priorizando la reputación sobre su bienestar. “En Tacobamba, las denuncias son mal vistas porque afectan el prestigio de la comunidad”, señala el estudio.  

En El Alto, los embarazos adolescentes derivados de violencia sexual suelen “resolverse” con matrimonios forzados. Una promotora relata el caso de una mujer obligada a casarse con su agresor, un profesor que la violó de niña: “Ella lo odiaba, pero dependía económicamente de él”.

La justicia indígena, aunque reconoce la violencia contra las mujeres, a menudo deriva casos graves al sistema ordinario. Sin embargo, muchas víctimas no acceden a él por temor al estigma. “Salir de la comunidad para denunciar no es bien visto”, explica el informe.

En Potosí, el “Rumi Tankay” —una violación grupal durante festividades— es una práctica cultural nociva. Los hombres arrastran a mujeres solteras a ríos para abusar de ellas, y al día siguiente, “nada pasa”. Las víctimas casi nunca denuncian.

En Riberalta, la violencia sexual incestuosa es normalizada en algunas comunidades. Un joven relata su shock al descubrir que su hermano era padre de su hermanito: “Allá es normal que los hijos mayores embaracen a sus madres y hermanas”.

Las familias también son agentes de resistencia. Muchas presionan a las víctimas para que no denuncien o desistan de los procesos legales. “Mi familia me decía que aguantara porque ya me había casado”, cuenta una sobreviviente de El Alto.  

La culpabilización de las víctimas es recurrente. Se las acusa de “provocar” la violencia con su vestimenta o comportamiento, mientras los agresores quedan impunes. “Si no hay dinero de por medio, la policía no actúa”, denuncia una comerciante de Potosí.  

La falta de acceso a salud mental profundiza el trauma. Los servicios psicológicos son escasos y estigmatizados. “El espacio para psicología es el más pequeño, aunque es crucial para atender a las víctimas”, lamenta una profesional de salud en El Alto.  

A pesar de esto, hay señales de cambio. Algunas mujeres logran separarse de sus agresores y reconstruir sus vidas. “Decidí irme, aunque mi familia me juzgara. Mis hijos y yo estamos mejor”, relata una comerciante.  

El estudio concluye que erradicar estas prácticas requiere transformar normas sociales patriarcales. Las recomendaciones incluyen fortalecer la educación en derechos, mejorar el acceso a la justicia y promover masculinidades no violentas. Mientras tanto, las víctimas siguen luchando contra un sistema que las silencia.

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