M. Isabel Olivera G.
En pleno año electoral, cuando Bolivia se encamina hacia elecciones presidenciales, somos testigxs de cómo los cuerpos de las mujeres y niñas se convierten en botín discursivo para una guerra política vacía. W. Chávez, exprocurador del Estado, quien alguna vez representó legalmente a Bolivia frente a otros Estados, hoy funge como abogado de un posible candidato presidencial. Sus recientes declaraciones, ampliamente cuestionadas, revelan mucho más que una postura individual: son el reflejo vivo de un pacto patriarcal que trasciende siglas y colores políticos.
Este es un pacto entre hombres. Un acuerdo no escrito, pero históricamente efectivo, donde, a pesar de las diferencias partidarias, se encubren, se justifican y silencian ante la violencia estructural hacia niñas y mujeres. Porque cuando se trata de denunciar la mercantilización de los cuerpos, las uniones tempranas o la desigualdad de poder entre adultos y menores, reina el silencio. La complicidad se impone.
Nosotras no olvidamos que el Proyecto de Ley que busca eliminar toda excepción al matrimonio y a la unión libre con menores de edad sigue siendo obstaculizado en la Cámara de Diputados. ¿Y quién lo obstaculiza? Legisladores en funciones, los mismos que ahora posarán en campañas electorales con niñas en brazos, proclamando “defender la familia” mientras ignoran la evidencia las cifras que denuncian estas prácticas como violencia institucionalizada. No esperamos nada de esos candidatos —algunos reciclados, otros maquillados de «renovación»— que no hicieron nada cuando pudieron, y que hoy seguramente prometerán propuestas vacías como sus intenciones. La vida de las niñas y mujeres no es una plataforma de campaña, no es un eslogan electoral. La violencia sexual, la explotación, las uniones forzadas no son anécdotas políticas: son parte de una maquinaria que garantiza la reproducción del patriarcado. Entre hombres se cuidan, se excusan, se justifican. ¿Dónde estaban cuando se denunció el 2015 que proxenetas ofrecían catálogos de “sexo a la carta” dentro de la Asamblea Legislativa? ¿Dónde están ahora, que un diputado como Jáuregui fue acusado de solicitar servicios sexuales a cambio de cargos públicos? Silencio. Y si hay ruido, es solo para ver quién aprovecha políticamente la indignación ajena.
Sabemos que las uniones tempranas y los matrimonios infantiles forzados no son lo mismo que el “servicio sexual”. Pero comparten raíz: desigualdad de poder, deshumanización y mercantilización de cuerpos femeninos. Por eso el discurso de Chávez no es aislado. Es el mismo que escuchamos en juzgados, escuelas, medios: “ella lo provocó”, “no parecía menor”, “se lo buscó”. Cuando una niña “elige” estar con un adulto, no es libertad, es sometimiento. Y cuando hay sexo, estamos hablando de violación, aunque se disfrace de “amor”.
¿Y qué hace el sistema de justicia? No protege, duda, revictimiza. Le exige a la víctima reconocerse como tal en un entorno que la culpa. ¿Cómo puede asumirse víctima si desde siempre le dijeron que fue su culpa? ¿Cómo puede denunciar si la Fiscalía no le cree, si la FELCV la reprende, si las Defensorías de la Niñez la abandonan?.
Entonces, señor Chávez, ¿de verdad cree que el problema es que las víctimas “no se reconocen como víctimas”? No. El problema es que el sistema patriarcal al que usted representa, como abogado, político y hombre, hace todo lo posible para que no lo hagan. Porque reconocerlas como víctimas implicaría reconocer que hay agresores. Y esos agresores, muchas veces, son los mismos hombres que legislan, juzgan, opinan, se candidatean o encubren.
Pero aquí estamos, las feministas, las mujeres organizadas, las que acompañamos a víctimas cuando el Estado no lo hace. Las que exigimos justicia, porque mientras ustedes buscan votos, nosotras estamos en la trinchera, en la calle, en los barrios. No nos vamos a callar. No les creemos. Y no se atrevan a responsabilizarnos de lo que ustedes, hombres del poder, no tienen voluntad ni decencia de cambiar.
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M. Isabel Olivera G. es socióloga feminista