Alejandro Almaraz
Es muy improbable que, en toda la historia moderna, y en el mundo entero, haya existido un gobierno tan repudiado dentro y fuera de su país, como la dictadura venezolana que encabeza Nicolás Maduro. Las actas electorales que ha presentado públicamente la oposición venezolana (más del 80%), a las que hasta el embajador boliviano en Venezuela les da crédito, muestran que Edmundo González ganó con casi el 70 % de los votos y que maduro no llegó al 30%. Pero este mismo dato hace suponer, muy razonablemente, que si la elección hubiera sido como debía en democracia, sin la arbitraria inhabilitación de la principal candidata opositora, sin el encarcelamiento de buena parte del equipo de campaña de la oposición, sin las represalias y la intimidación cotidianas a todo el que colaborara con la campaña de la oposición, con siquiera una mínima presencia de la candidatura opositora en los medios de comunicación convencionales, y con la inclusión de los 4 millones de venezolanos que siendo parte del padrón electoral residen en el exterior, María Corina Machado habría obtenido más del 80% de los votos y Maduro se habría quedado con el 15. Si el sanguinario general Luis García Meza (el narco-dictador boliviano de los años 80) hubiera hecho elecciones (obviamente para ser elegido) no habrían sido tan groseramente manipuladas y fraudulentas como las que ha hecho Maduro, y, con alta probabilidad, hubiera logrado un mejor resultado. La movilización ciudadana que viene rechazando el fraude del 28 de julio, pese a la brutalidad del despliegue represivo e intimidatorio del régimen, ha sido verdaderamente multitudinaria, y tiene uno de sus más decididos componentes en las barriadas populares de Petare, la misma gente pobre que fue el bastión social más fiel del chavismo.
En el campo internacional el rechazo al fraude madurista es igualmente amplio. Si bien con tonos y énfasis diversos, abarca a casi todos los Estados democráticos del mundo y, unánimemente, a los más influyentes organismos continentales (como la UE y la OEA), marcando un amplísimo espectro político: desde la derecha hasta la verdadera izquierda (no la que, como el propio maduro, se disfraza de izquierda para gobernar como derecha) que expresan Boric en Chile o los socialistas españoles, entre varios otros. Este gran repudio internacional a la dictadura venezolana, exactamente al contrario del apoyo a la misma, no se limita a las esferas gubernamentales, sino que se extiende ampliamente a las sociedades. Por eso la “diáspora” venezolana, esos casi 8 millones de venezolanos expulsados de su país por la miseria y el miedo, ha protagonizado multitudinarias concentraciones en cientos (o miles) de ciudades en todos los continentes, arropada, alentada y apoyada, de uno u otro modo, por la población de esas tantas y tan distintas ciudades. En cambio, no he sabido que fuera de Venezuela, en el mundo entero, haya habido una esquina, una plazuela o un rincón donde alguien, de cualquier nacionalidad, haya manifestado apoyo público alguno a Maduro o su gobierno.
El repudio de la abrumadora mayoría de los venezolanos y gran parte de la humanidad, por cierto, no responde solo al descarado fraude del 28 de julio (el último y peor de una larga saga), sino que ha sido muy larga y minuciosamente generado por el poder chavista desde los gobiernos ejercidos por el propio Hugo Chávez. En apretadísima síntesis, parecen haber dos dilatadas obras de la “revolución bolivariana” principalmente causantes de semejante repudio. Por una parte, sin parangón en toda la historia universal, haber convertido al país poseedor de las mayores reservas petroleras del mundo y con una de las economías más sólidas de Latinoamérica, en la ruina económica y social que es ahora Venezuela, con una contracción crónica de su aparato productivo (incluyendo el petrolero), con cerca del 90 % de su población viviendo debajo de la línea de la pobreza, con un salario básico de 3 dólares, y con más de una quinta parte de su población (según la ONU 7.7 millones de los 40 que suma la población total de Venezuela) desplazada de su país por efecto de la “revolución bolivariana”. Todo ello, a despecho de la falaz cantaleta chavista que aduce la “guerra económica feroz del imperio”, con tan ilimitado cinismo como el de proclamar a Maduro ganador de las elecciones del 28 de julio, logrado en tiempos de paz e incluso, durante un periodo considerablemente largo, en condiciones políticas (internas e internacionales) marcadamente ventajosas para el gobierno chavista.
Por otra parte, y solo parangonable con las dictaduras militares que asolaron Sudamérica en los años 70 y 80 del siglo pasado, la prolongada y brutalmente violenta represión política con la que el poder chavista violó amplia, sistemática y profundamente los derechos humanos de los venezolanos, destruyendo totalmente la institucionalidad democrática y constituyéndose en la dictadura criminal que es hoy y desde hace ya bastante tiempo. Esta devastadora obra del chavismo ha venido siendo acreditada con creciente contundencia por los organismos internacionales de DDHH, tanto los del sistema de Naciones Unidas como los del sistema interamericano y los del ámbito no gubernamental. Si el primero, mediante la misión que encabezó Michell Bachelet, dio cuenta de más de 8.000 ejecuciones extrajudiciales durante solo una parte del régimen chavista, el segundo, mediante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de categorizar al régimen venezolano, en función a la magnitud y características de las violaciones a los DDHH que comete, como terrorismo de Estado.
Frente al enorme repudio mundial y sus desgarradoras causas, solo han apoyado a Maduro en su fraudulenta reelección, Rusia, Irán, China, Cuba, Nicaragua y Bolivia (imagino que también Corea del Norte y Bielorrusia), y en varios de estos pocos casos, el apoyo ha sido lacónico y desabrido. Ocurre que hasta Pinochet e Idi Amin despertaban más simpatía que Maduro. Se trata de ese bloque de poder transnacional que Putin ha venido tejiendo para articular, en torno a su proyecto restaurador del imperio zarista, a los más agresivos regímenes y proyectos totalitarios a escala mundial. Es decir, lo que en esta columna se ha venido nombrando como la putinería. Adviértase, sin embargo, que aún en estos países existe el amplio repudio social a la dictadura venezolana, ya que el apoyo que la misma ha recibido se reduce a las esferas gubernamentales. La dictadura venezolana es pues miembro de este siniestro club, y lo suficientemente importante como para no ser abandonado por solo evidenciar (una vez más) la entraña totalitaria que los une. Buena demostración de lo anterior es el caso boliviano, en el que el putinero gobierno central dio su rápido reconocimiento a la reelección escandalosa, y, con toda seguridad, la gran mayoría de los bolivianos la repudian, entre otras cosas, porque saben, por experiencia propia, lo que significa.
La putinería es el reducto internacional desde donde el totalitarismo agrede y acecha a la humanidad entera, y los hechos con los que determinados miembros suyos han dado cuenta reciente de ello, son tan brutales y despreciables (como la invasión rusa a Ucrania o el fraude con que Maduro pretende consolidar su dictadura) que solo pueden ser justificados por la propia putinería, recibiendo el total repudio del resto del mundo. La putinería es también, y cada vez más, el rincón mundial de la vergüenza. Pero el Estado boliviano, conducido por los gobiernos masistas, ha venido siendo un infaltable concurrente a ese rincón del oprobio mundial, y no ha perdido oportunidad para cubrirse de vergüenza ante el resto del mundo. Así lo ha hecho con su putinerísima abstención frente a las varias condenas de las Naciones Unidas a la invasión rusa de Ucrania, y, más recientemente, con la felicitación a Maduro por su fraudulenta perpetuación en el poder dictatorial. Sin olvidar que la embajadora boliviana en Irán fue la única diplomática, en el mundo entero, que dio apoyo público al gobierno de los ayatolas, en su criminal represión a la protesta social contra la discriminación y la violencia que ese régimen ejerce contra las mujeres.
Que Luis Arce se haya apresurado a felicitar a Maduro, sin dejar de ser deplorable y vergonzoso, es comprensible. Hace ya buen tiempo que ha puesto su gestión de gobierno, y sus perspectivas políticas, en manos de la putinería. Así, le ha garantizado litio (y probablemente también uranio) al nuevo zar, y le ha entregado ingentes yacimientos minerales e hidrocarburíferos, además de diversos negocios con el Estado boliviano, al capital chino. A cambio, recibirá algo de combustible ruso, más empréstitos chinos y, tal vez lo más importante para él, los servicios cubanos de “gobernabilidad”, por llamar de algún modo simple a ese modelo de terrorismo de Estado que se ha concebido en La Habana y se ha aplicado a plenitud en Nicaragua y Venezuela. Pero que, sin tener los condicionamientos putineros de la gestión estatal, Evo Morales haya felicitado también a Maduro, superando a Arce con su fervoroso tono militante, es curioso. Si algo le interesa prioritariamente a Evo Morales es su popularidad y, por eso, tendría que saber que su emocionado apoyo a maduro afectará su ya disminuida convocatoria electoral y su ya deteriorada imagen internacional. Agregando la consideración de que su única convicción es la detentación del poder, cabe preguntarse si, asumiendo el bochorno de su declarado madurismo, Evo Morales pretende persuadir a la putinería de reponerlo en el gobierno. Si es así se trata de una patética ingenuidad. Para que Arce haya puesto su gestión de gobierno en manos de la putinería, ha sido necesario que esta la tome, y al hacerlo ha hecho de Arce su instrumento principal en su ocupación del Estado boliviano. Está claro que pretenderá prolongar los réditos de esa inversión con la reelección de Arce, y en ningún caso los perjudicará ni arriesgará optando por Evo Morales, su antigua y desgastada ficha. Para el poder que actúa desde La Habana y tiene por detrás a Putin, no importa la ideología ni -menos aun-las sentimentales lealtades personales, sino el poder eficaz para mandar sobre el Estado boliviano, y quien hoy puede brindarle ese poder es Arce, que, por lo demás, ha resultado serle bastante más obediente y eficiente de lo que le fue Evo Morales.
Evo Morales debería darse cuenta de que ya no es parte efectiva de la putinería, que, al perder el poder, ha sido degradado (y desplazado) en ella a la condición de un oficioso e incómodo miembro adscrito, al que solo le tocará recibir su cuota de vergüenza. Por su parte Arce, que también recibirá la suya, debería mirarse en el espejo de Maduro, para saber las condiciones en las que ejercerá el poder ilusorio que le dejen los captores putineros del poder real. Pero, sobre todo, para saber lo que le espera cuando deje el poder, lo que ocurrirá, como con el mismo Maduro, más temprano que tarde.
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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba.
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