Alejandro Almaraz
Para completar el retrato ideológico de la putinería que se presentó en La Putinería II, donde se mostraron sus rasgos nacionalista y ecocida, corresponde agregar que es también fuertemente conservadora en sus concepciones morales.
Lo que menos le perdona la putinería al “globalismo” de los organismos internacionales, menos aún que los perjuicios económicos causados por sus medidas, es haberse permeado a las demandas globales de los sectores sociales más discriminados y excluidos históricamente y, en consecuencia, haber establecido los derechos que les brindan reconocimiento y alguna protección. Se trata de la estipulación, en determinados instrumentos del Derecho Internacional Público, de los derechos especiales de las mujeres, los indígenas y las personas LGTB. La putinería alega, con mucha frecuencia y con el sustento doctrinal del rígido liberalismo decimonónico, que tales derechos son la sacrílega ruptura de la igualdad ante la ley.
Ignora el liberalismo conservador de la putinería que esa añeja igualdad jurídica reprodujo y profundizó las injustas desigualdades de la realidad social, y que, por eso mismo, ha venido siendo superada (desde la evolución del mismo pensamiento liberal) desde hace más de un siglo con el constitucionalismo social, y más recientemente con el derecho internacional de los derechos humanos, en cuyo marco los derechos especiales o preferentes tienen la legítima finalidad de aminorar las grandes e injustas desigualdades de la sociedad contemporánea.
Sin embargo, es más profunda y trascendental en los fundamentos del conservadurismo putinero la concurrencia de los dogmas religiosos más eficaces para justificar la dominación patriarcal a lo largo de la historia, lo que, además de argumentos, le ha brindado el respaldo activo (y a veces hasta furioso) de las feligresías fanáticas de muy diversas religiones. Para ser socialmente más convincente, el dogma religioso suele traducirse en el propósito superior de defender a la familia de la “diabólica” amenaza de la estigmatizada “ideología de género”, en la que se identifican y descalifican a la vez las demandas feministas y las de la diversidad sexual. Al parecer, en síntesis, del razonamiento putinero, la familia estará preservada y será feliz si las mujeres están en ella subordinadas, y los homosexuales no están.
Las muestras de la misoginia putinera son muchas y elocuentes. En una rápida panorámica de ellas tenemos, primero, a Trump que, a tono con su condición de máximo empresario de los concursos de belleza, afirma que él puede comprarse a la mujer que quiera, sin excepción. Luego, ante el extendido rumor que señala la preferencia de Trump por las prostitutas rusas (nada raro a la luz de sus propias declaraciones), Putin dice que no lo cree, y agrega (sin que haga falta explicitar su orgullo nacional) “aunque todos saben que son las mejores”.
Dado el machismo desbordante del nuevo Zar, tampoco es extraño que en la nueva Rusia imperial la violencia contra la mujer crezca exponencialmente mientras la legislación que la penaliza se ablanda. Están también Evo Morales, cuya hombría no le ha impedido la depredación pedofílica, pero sí la crianza de sus hijos, y la dictadura matrimonial nicaragüense de Ortega y Murillo, que ha convertido a la legislación de ese país en la más adversa a los derechos de la mujer en el mundo entero. Pero el punto máximo de la misoginia putinera está en la dictadura iraní de los ayatolas, que ha impuesto sobre las mujeres la condición semi-patrimonial que las reduce a una suerte de minoridad vitalicia, por la que deben vivir por siempre bajo la tutela de algún hombre. Para peor, ha venido castigando con la violencia cruel y extrema los actos de rebelión contra la opresión a las mujeres que se expresa, a modo de infame claustro simbólico, en el velo con el que se las obliga a cubrirse. Así se demostró en el caso de la joven curda Nasha Amini, a quien la policía iraní asesinó a golpes por solo llevar mal puesto el velo enclaustrante, y, cuando se produjo la masiva protesta contra el indignante crimen, fue también masiva y brutalmente reprimida, con decenas de decapitaciones formalmente sentenciadas, miles de desapariciones forzadas y decenas de miles de encarcelamientos legales e ilegales.
Las muestras de la homofobia putinera ofrecen también una amplia y elocuente panorámica. Para empezar, casi todos los actores putineros se oponen, más o menos explícitamente, al reconocimiento legal de cualquier forma de matrimonio o unión entre personas del mismo sexo, pues ninguna escritura sagrada ha contemplado que puedan constituir una familia.
Es especialmente contundente la homofobia estatal en el núcleo mismo de la putinería: en la nueva Rusia imperial, y bajo el explícito mandato del nuevo Zar, el movimiento LGTB e incluso cualquier expresión pública favorable a la diversidad sexual (por ser susceptible de propagandizarla) han sido legalmente proscritos bajo apercibimiento de sufrir varios años de cárcel. Este comportamiento tan fuertemente represivo recuerda que el Estado cubano surgido de la revolución, y aún muchos años después de iniciarse esta, mandaba a todos los homosexuales que encontraba a campos de trabajo donde pretendía redimirlos de su decadente perversión pequeñoburguesa.
En las dictaduras “socialistas del siglo XXI” que pilotea este mismo Estado cubano, el progresismo discursivo que han necesitado enarbolar les hace adoptar verbalmente (muchas veces con tediosa frondosidad teórica) posiciones feministas e incluso aceptar los derechos de la población LGTB. Pero, dando una muestra más -entre las muchísimas que han dado- de su hipocresía discursiva, Nicolas Maduro (una de las figuras centrales de este campo político continental) se jactó de su heterosexualidad (en pleno acto central de una de sus campañas electorales), en implícita descalificación de su contendor, a quien el oficialismo madurista señalaba y repudiaba por homosexual.
En cuanto a los derechos indígenas, la necesidad de cuidar su imagen ante la opinión pública internacional ha limitado a gran parte de los actores putineros de expresar claramente la adversidad que en verdad albergan hacia los mismos. Pero también en este caso los hechos son más elocuentes, y veraces, que las palabras. Así, sin detenernos en la intolerancia violenta de la dictadura de los ayatolas contra los curdos iranís, o el desconocimiento general de los derechos indígenas en la nueva Rusia imperial, recordemos que el primer acto de Trump como presidente de EEUU, fue anular los actos con los que el gobierno de Obama canceló cierto proyecto petrolero por sus altos impactos ambientales en varios territorios indígenas de ese país. Recordemos también que Bolsonaro trató, durante todo su gobierno, de levantar la protección legal de los territorios indígenas brasileños, para darle vía libre en ellos a la devastación ambiental que conllevarían fatalmente las inversiones extractivistas que tanto quería.
Pero recordemos sobre todo que la putinería sudamericana supuestamente situada en la acera políticamente contraria a la de Bolsonaro, la del socialismo del siglo XXI, ha logrado, gracias a la implantación de dictaduras que han desmantelado la institucionalidad democrática y aplastado a la sociedad civil, lo que Bolsonaro no pudo lograr a causa de las restricciones que le impusieron precisamente la institucionalidad democrática y la sociedad civil.
En efecto, los gobiernos “socialistas” de Venezuela y Bolivia, elevando su impostura ideológica a un nivel de infamia, se han abocado, cotidiana y sistemáticamente, a la grave y generalizada vulneración de los derechos indígenas que ellos mismos promovieron y aprobaron, por lo visto, sin otro sentido que el engaño oportunista.
En su amplio servicio al capital transnacional extractivista, especialmente minero y petrolero, estas dictaduras son responsables de la alta contaminación de cientos de territorios indígenas, de la extensa pérdida de bienes naturales en los mismos y más allá de ellos, e incluso del envenenamiento letal de varias poblaciones indígenas. Al mismo tiempo, son también autoras del debilitamiento, división y cooptación estatal del movimiento indígena, pues no siendo suficiente la liquidación de la institucionalidad democrática para brindar exitosamente su servicio al capital extractivista, les fue necesario aplastar, mediante la coacción y la violencia, la obvia resistencia de los moradores de los territorios que condenaban a la muerte por contaminación. Hoy por hoy, no existe comportamiento estatal más anti-indígena que el de la putineria socialista del siglo XXI.
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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba
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