Alejandro Almaraz
“Águila no caza moscas”
Eran los primeros días de 2012, en Caracas, el presidente Hugo Chávez brindaría el informe anual de su gestión en sesión solemne de la Asamblea Nacional. Era ya un Chávez aquejado por la decadencia política y el cáncer, y, tal vez por eso, como queriendo reemplazar la realidad por las palabras, prolongó su informe por más de nueve horas. En esa ocasión, una joven diputada opositora, filtrándose en el programa de la sesión solemne, tuvo la audacia de lanzar una rápida pero aguda interpelación a Chávez: luego de mostrar el agotamiento del modelo político y económico bolivariano, concluyó desafiando a Chávez a debatir con ella sobre el futuro de Venezuela. Era María Corina Machado, la actual lideresa de la oposición venezolana, que ya entonces pugnaba por ser la candidata presidencial de la oposición. Chávez respondió sugiriéndole que ganara primero la postulación presidencial opositora, y diciéndole que no estaba “rankeada” para debatir con él. Hasta ahí, era aceptable la displicencia presidencial. Pero agregó: “Ya que usted me ha tratado de ladrón delante de todo el pueblo, yo, sin ánimo de ofenderla, le digo águila no caza moscas”.
María Corina no había tratado explícitamente de ladrón a Chávez, este lo había inferido, si bien certeramente, de las afirmaciones que María Corina terminaba de hacer, calificando como robo la corrupción y las expropiaciones arbitrarias practicadas por el poder político chavista. Vistos los hechos con el prisma esclarecedor que suele otorgar el paso del tiempo, María Corina dijo la verdad y se quedó corta. En efecto, para haber sido tan insólitamente grande como fue el saqueo chavista al patrimonio del Estado y la sociedad venezolanos, tuvo que requerir varios años para ejecutarse, y es indudable que en los momentos referidos estaba ya en avanzado proceso de ejecución. Y Chávez no fue solo un responsable pasivo por mera omisión cómplice o encubridora, a juzgar al menos por las millonarias cuentas bancarias que detentan sus hijas fuera de Venezuela, fue también uno de sus directos beneficiarios. Si Chávez derivó, en su respuesta, la distante displicencia en insultante ofensa personal, fue porque en verdad fue tratado de ladrón y, sobre todo, porque en verdad lo era. Era la furia que produce la impotencia ante la realidad.
Pero es probable que enfureciera aún más a Chávez que las veraces palabras de María Corina mancharan una escena destinada a perpetuar su gloria ante las futuras generaciones de venezolanos, haciendo imperecedera su grandiosa e inmaculada figura del gran héroe mundial, líder revolucionario, libertador continental, supremo comandante, insuperable pitcher, diestro domador de potros e inspirado cantor (todas cualidades valoradas por los escribidores del chavismo).
El exabrupto de Chávez desnudaba su gigantesca megalomanía. No cualquiera se autodefine como águila ante el parlamento nacional de un Estado —todavía— supuestamente democrático, el respectivo país todo y gran parte del continente, en pleno siglo XXI. Menos aún para descalificar groseramente (tratando de mosca) a una parlamentaria que solo cumplía su legítima función opositora de modo veraz, respetuoso y valiente. En esa su interioridad sicológica y existencial, Chávez quedaba lejos de los personajes históricos que decía admirar y seguir (Bolívar, Miranda o Martí), y muy cerca del común de los caudillos brutales y ultraconservadores que han oprimido tan largamente a los latinoamericanos.
La derrota del «águila»
Pero las vueltas de la historia suelen propinar despiadadas bofetadas aleccionadoras, especialmente a los que se sienten predestinados a protagonizarla gloriosamente. Exactamente a la inversa del Cid Campeador (y muchos otros héroes verdaderos de la historia) que triunfó después de muerto, Chávez, que en vida alcanzó grandes victorias, ha sido profunda y definitivamente derrotado después de muerto. Me equivoqué cuando escribí que su muerte lo eximiría de las frustraciones y la eventual derrota de la revolución bolivariana. Son los propios exchavistas, honesta y lúcidamente autocríticos (como el politólogo Nicmer Evans), quienes, superando esa consabida protección que el imaginario social brinda a los caudillos atribuyendo a otros sus errores y crímenes, han demostrado sólidamente que Chávez tuvo una fundamental responsabilidad personal en el desastre que es hoy Venezuela.
En efecto, es por su sostenida y consciente voluntad personal que se instalaron en el Estado venezolano las estructuras y mecanismos, de profundo carácter autoritario y prebendal, que no podían conducir si no a la concentración despótica del poder, a la represión política crecientemente violenta, a la más destructiva dilapidación del patrimonio público y a la corrupción generalizada con alcances verdaderamente inverosímiles. Fue también él el artífice decisivo de la silenciosa pero masiva y aplastante invasión cubana al Estado venezolano, mientras mandaba “al carajo“ a los “yanquis de mierda”. Los oprobiosos herederos que ha dejado en el poder político, como Maduro y Cabello, solo han agregado su cuota propia de asco y vergüenza a la tragedia venezolana irreversiblemente desencadenada por Chávez. Por lo demás, no hacen mucho más que robar el patrimonio público, pues el gobierno efectivo de Venezuela se ejerce desde La Habana.
Si en vida fue el propio Chávez quien, con su profunda defección, derrotó el proyecto democrático y liberador que ofertó al pueblo venezolano, ya muerto, es ese mismo pueblo quien ha derrotado su obra definitiva materializada en la agónica dictadura venezolana que, siempre por la vía de la creciente violencia criminal, podrá prolongar su agonía por algún tiempo más, pero ya jamás vencer. Esa dictadura ultracorrupta y sanguinaria, tan evidentemente legada por él, es resistida por la abrumadora mayoría de los venezolanos y repudiada por la abrumadora mayoría de la comunidad internacional. El chavismo que en algún tiempo fue una decidida y movilizada mayoría de los venezolanos, ahora es una decreciente y desmoralizada minoría que solo se logra “acarrear” a los actos del oficialismo con amenazas y comida. Ya nadie tiene esperanza alguna en el legado de Chávez. Salvo la caterva de Miraflores que todavía pretende seguir robando y obtener impunidad en su nombre, y, `por supuesto, la dictadura cubana que quiere seguir abasteciéndose de petróleo y divisas a costa de la “revolución bolivariana”.
Mientras tanto, María Corina Machado, la despreciable “mosca” para Chávez, gracias a perseverar en esa radical resistencia a la dictadura, que la compulsión chavista no pudo doblegar (ni por la rendición ni por la negociación), y que le valió aquel insulto descalificador del propio Chávez, es hoy la indiscutible líder de esa gran mayoría de venezolanos que quieren vivir en democracia. La adhesión popular de la que goza jamás fue alcanzada por Chávez, ni cuantitativa ni cualitativamente. Si ella fuera candidata a la presidencia, hoy lograría más del 70 % de la votación (Chávez jamás superó el 60 %), y el candidato al que se ha visto en la necesidad de respaldar, ante su inhabilitación, ha superado el 60% de la intención de voto a solo un par de semanas de recibir su apoyo.
Pese a haber sido inhabilitada su candidatura con la más absoluta arbitrariedad, al recurrente encarcelamiento de los miembros de sus equipos de campaña, a las directas y fuertes represalias a quienes son descubiertos apoyándola (simples trabajadores del sector público que pierden sus empleos o dueños de pequeños negocios que sufren el intempestivo cierre de los mismos), a la intimidación sobre toda la población convincentemente implantada con el asesinato, el secuestro y la tortura, a su ausencia absoluta de los medios de comunicación convencionales impuesta por la censura gubernamental, la gente aparece por millares en los caminos y calles por donde pasa María Corina convocando a la esperanza democrática. Entre los que la acompañan desafiando la furia de la dictadura, está la mayoría de quienes un día votaron por Chávez y defendieron su gobierno; son los más humildes, cansados de ser hambreados y coaccionados mientras se roba a manos llenas en su nombre.
Esa abrumadora mayoría de venezolanos que apoyan a María Corina con la fuerza de la última esperanza, esa que brota de las entrañas para aferrarse a la vida, es, en sí misma, la derrota definitiva de la dictadura chavista que caerá, poco antes o poco después, y de un modo u otro, pero caerá en el corto plazo. Visto este panorama desde la lógica depredatoria con la que Chávez sentenció que “águila no caza moscas”, resulta bastante claro que la “mosca” terminó cazando al “águila”, quizá porque nunca lo fue, o porque se degradó en la escala biológica hasta reducirse a la condición de microscópica larva.
El uno y la otra en la historia
En las indelebles páginas de la historia, tan prioritarias en las expectativas de Chávez, su imagen no será mucho mejor que la de Marcos Pérez Jiménez, el dictador militar con aires nacionalistas defenestrado por la recuperación democrática de Venezuela a mediados del siglo pasado (con quién Chave no lo ocultó cierta simpatía). Pero, durante algún largo tiempo, atraerá el interés historiográfico por la gran incógnita que encierra su gobierno. Se continuarán preguntando los historiadores, cómo hizo Chávez, con Fidel Castro y su caterva colorada, para convertir un país con una de las economías más sólidas de Latinoamérica, con las primeras reservas mundiales de petróleo y muchas otras grandes riquezas naturales, disponiendo de más de un billón de dólares provenientes solo de las exportaciones petroleras y solo en sus primeros 15 años de gobierno, del apoyo convencido de la gran mayoría de los venezolanos, de la decidida solidaridad de muchos pueblos y gobiernos en el mundo, y del poder político total, en la crisis humanitaria crónica e integral que hoy —y desde hace ya buen tiempo— es Venezuela: Un país con su economía en ruinas, con una regresión productiva de más de 30 años, donde casi todo lo que se consume se importa o recibe como piadosa donación extranjera, con todos sus servicios públicos colapsados, con la gran mayoría de su población en la pobreza y la pobreza extrema, y con casi la quinta parte de su población (8 millones de venezolanos) desplazada de su país por la miseria y el terror.
La cínica cantaleta chavista, que atribuye la causa de semejante desastre a las sanciones “del imperio”, seguirá siendo descartada por todos los observadores serios, pues tales sanciones empezaron, y solo contra unos pocos personeros de la dictadura, recién en 2017, cuando el desastre estaba ya consumado. Hasta entonces, “el imperio” no había dejado de ser el primer comprador del petróleo producido por la “revolución bolivariana, y al bien pagado precio del mercado internacional.
A María Corina, en cambio, la historia le reconocerá su rol decisivo en la recuperación de la democracia venezolana. Así será aún si la dictadura pisotea una vez más la voluntad popular, convirtiendo las elecciones del 28 de julio en uno más de sus burdos simulacros, y dispone de la suficiente capacidad criminal para sostenerlo por la violencia (el único y ya probado medio para el efecto); aun si nunca llega al gobierno. Lo ya logrado hasta ahora por María Corina le asegura ese reconocimiento de la historia. Se trata, nada menos, de haber recuperado, y traducido en obcecada esperanza que transita por las calles de Venezuela, la voluntad democrática del pueblo venezolano, después de haber sido repetidamente aplacada (más nunca eliminada) por el baño de sangre y el terrorismo de Estado. Esa es la fuerza que, poco antes o después, llevará a la dictadura a su tumba ya cavada, y a Venezuela a la democracia que merece. Pero María Corina debe estar siempre prevenida de que la historia lo cambia todo y a todos, y que en su momento también Chávez fue portador de las esperanzas de la mayoría de los venezolanos que lo llevó democráticamente al gobierno, y que, muy probablemente, él también creía en un futuro mejor para Venezuela.
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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba
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