Hablar acerca de la justicia implica entrar a un debate que, casi siempre, no tiene solo una respuesta correcta; pero como una definición “universal”, podríamos decir que es dar a cada uno lo que le corresponde y, por ende, aquellos llamados a impartir justicia deben procurar aquel cometido y, a su vez, cumplir con ciertos criterios que hacen a la justicia efectiva y real.
“I. Toda persona será protegida oportuna y efectivamente por los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos. II. El Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones.”
De esa manera, el artículo 15 de la Constitución Política del Estado determina algunos de esos criterios que hacen de la justicia algo real y efectivo. Sin embargo, nos preguntamos si estos son cumplidos o, en todo caso, si es posible que lo sean.
Los recientes y no tan recientes acontecimientos sobre lo largo que resulta un proceso judicial son una constante en nuestro medio, pese a que, explícitamente se debe precautelar porque estos sean resueltos en tiempo pronto y oportuno. Entonces surge la cuestión sobre cual es el factor que impide que los procesos cumplan con estos requisitos y resulten en todo lo opuesto a aquello que se pretende.
Por un lado, es innegable que la sobrecarga procesal es un factor que incide en ello, pero más allá de eso y como una de las posibles causas de esta sobrecarga se debe a que vivimos en un contexto normativo en el que se priorizan protocolos y formalidades excesivas que impiden el desarrollo eficaz de los procesos y, por ende, el acceso a una justicia pronta y oportuna.
Algunas de esas excesivas formalidades se traducen en la rigurosidad con la que se solicitan diferentes documentos, procedimientos, atenciones, entre otros. Este proseguir tan cotidiano resulta en la imposibilidad de impartir justicia pronta y oportunamente, pues es la misma norma la que obstaculiza la celeridad del proceso.
Ahora bien, las consecuencias más perceptibles van desde un sentimiento de indefensión y negativa a denunciar porque de qué manera una persona se puede sentir protegida cuando un proceso demora años. Como también, el temor de someterse a procedimientos abusivos y que, además, no tenderán a un resultado que alguno considere justo; ya que, independientemente de la decisión, la demora con la que se opera no garantiza a ninguna de las partes un acceso a la justicia, pues sin ser pronta y oportuna, no puede llamarse justicia.
Entonces, nos corresponde analizar si la actual normativa responde a la consecución de un acceso a la justicia de manera pronta y oportuna; tal y como lo establece la Constitución, o si más bien son aquellos que administran justicia los que obstaculizan el cumplimiento de ello y que como consecuencia nos trae una sociedad vulnerable y reacia a denunciar.
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Luciana B. Miranda Serrano es investigadora y estudiante de Derecho.
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