Feliza Alí relata su vida en el marco de los Diálogos de mujeres en el Bicentenario. Foto: Sumando Voces
“Feliza Alí ya no quiere volver a caminar. Solo quiere disfrutar su vida en su silla de ruedas y ayudar a otras compañeras que disfruten su vida en la condición que les tocó vivir”. Con esas palabras, la historiadora Rossana Barragán presentó a Feliza Alí en el ciclo de “Diálogos de mujeres del Bicentenario”, llevado a cabo la noche del lunes en La Paz.
Sin embargo, el proceso de aceptación de ella y de su familia no fue fácil. A los 27 años, Feliza sufrió un accidente de bus, en el que perdió la movilidad de sus piernas. Pasó por todo tipo de terapias, al punto de quedar en la pobreza por los gastos, hasta que un día leyó en internet que las células de la columna no regeneran. Lloró mucho, pero entendió que no podría volver a caminar y entonces dedicó su vida a luchar por mejores condiciones para las personas con discapacidad.
Ahora tiene 56 años, 29 de los cuales es una usuaria de sillas de ruedas. Ella es una de las lideresas que en 2016 llegó a La Paz junto a la caravana de sillas de ruedas para exigir una renta de 500 bolivianos al gobierno de Evo Morales para las personas con discapacidad.
El ciclo en el que Feliza presentó su historia se denomina “Nacer Mujer, si nos permiten recordar”. La primera frase evoca a la poesía titulada Nacer hombre, de Adela Zamudio, mientras que la segunda se refiere a la frase “Si nos permiten hablar”, de Domitila Chungara. Además de Alí, el lunes estuvieron compartiendo sus historias de vida y de lucha, la politóloga potosina, Evelyn Callapino, y la defensora de derechos tarijeña, Mariel Paz.
Feliza es la tercera de ocho hermanos, de los cuales, cinco son mujeres. “Mi papá no nos quería mucho. Lloraba por nosotros, porque siendo mujeres y pobres, se pregunta ‘que van a hacer». Ella luego entendería que en aquella época sólo los hombres podían conseguir trabajo.
Su madre estudió hasta segundo básico, su padre hasta quinto básico, “pero se han esforzado por hacer lo mejor para sus hijos”. Entre sonrisas dice que ahora le gusta ver su “carita indígena”, algo que no sucedía antes.
Ella nació en la comunidad de Río Grande, en las cercanías del salar de Uyuni. El nombre de su pueblito ahora suena fuerte porque podría convertirse en el centro de explotación del litio. “Estoy preocupada porque van a arruinar todo nuestro territorio”, protesta.
Recuerda que cuando era niña, la casa en la que vivían se quemó cuando su madre salió a trabajar, y que por eso luego ella tuvo que ayudar en las labores domésticas, lo que le retrasó para lograr su bachillerato.
Salió bachiller en Uyuni y luego estudió trabajo social en Potosí. Desempeñó funciones un año en Oruro y luego sufrió el accidente de tránsito en un bus que viajaba de Potosí a Uyuni.
“En mi accidente han muerto seis personas. Éramos solo 12, yo he quedado así y había otra señora que estaba muy mal”, recuerda y se lamenta que los periodistas, cada vez que hay accidentes, informen solo sobre los muertos y no sobre los vivos que son los que se quedan a veces con discapacidad como ella.
“En un principio yo no no aceptaba mi discapacidad. Cuatro años he estado intentando volver a caminar porque pensaba que solo caminando podía ser feliz”, rememora.
Señala que lo más grave de todo es que quedó en silla de ruedas por negligencia de los médicos porque, estando con las vértebras fracturadas, le dieron la vuelta para sacarle una radiografía de la rodilla, lo que dañaría su médula para siempre.
Dice que de inmediato se dio cuenta que el trato hacia ella sería diferente porque su familia la sobreprotegió, pero a la vez le quitó el poder de decidir.
Con un dejo agridulce cuenta que se ha casado y se ha divorciado; y también recuerda a aquel enamorado que cuando la supo en una silla de ruedas desistió de casarse con ella porque su madre le había dicho que no sería una buena idea. “Ahí he perdido mi derecho a casarme y mi derecho a ser mamá que me hubiera gustado”, comenta.
“O nos sobreprotegen o nos abandonan, pero no podemos elegir por nosotros”, dice a manera de resumen sobre el trato que la gente da a las personas con discapacidad.
En su afán por volver a caminar, Feliza dice que los doctores han engañado a sus padres a tal punto que su padre falleció creyendo que ella volvería a caminar. Cuenta que le hicieron cinco cirugías en su columna, pero nada haría el milagro.
Dice que las terapias fueron tantas y tan diversas que llegaron a sacrificar a un perrito negro para ponerle el cuero en su espalda, donde se pudrió despidiendo un olor insoportable.
“A mí me han torturado en fisioterapia”, recuerda y dice que hasta trabajó un año para comprar un aparato que, cuando se lo ponían para intentar caminar, ella se hacía pis y lloraba de dolor.
Su lucha por los derechos de las personas con discapacidad comenzó en Sucre, donde no había un lugar para la rehabilitación, por lo que decidió impulsar su creación, pero la gente más que un centro para internarse, quería trabajo y entonces surgieron los emprendimientos.
Cuando le dijeron que no había presupuesto para su sector se trasladó a La Paz para promover un plan nacional que les permitiría acceder a los recursos y el 2016 integraría la caravana que atravesó desde Cochabamba hasta La Paz para exigir una renta. Aquellos hechos derivaron en una dura represión de la Policía en una lucha épica que finalmente le arrancó al gobierno una renta de 250 bolivianos.
Feliza llegó a ser directora del Comité Nacional de la Persona con Discapacidad (Conalpedis), una instancia descentralizada que vela por las políticas en favor de este sector de la población.
La noche del lunes, en el Centro Cultural de España recibe el aplauso del público y sonríe porque ahora sí disfruta de la vida.

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