En el marco del Estado de derecho, los derechos humanos no pueden entenderse como simples aspiraciones normativas, sino como obligaciones concretas que los Estados deben garantizar, proteger y respetar. Esta garantía no se limita a la ausencia de represión o a la existencia formal de normas jurídicas; requiere, al menos, instituciones sólidas, justicia independiente, mecanismos efectivos de protección y condiciones sociales, políticas y económicas que hagan posible su ejercicio.
En Bolivia, la situación actual evidencia con claridad cómo el debilitamiento institucional impacta directamente en la vigencia de los derechos humanos. La prolongada crisis del sistema judicial, profundizada por altas autoridades prorrogadas en el cargo, no solo erosiona la legitimidad de las decisiones jurisdiccionales, sino que afecta directamente el derecho de la población a una justicia imparcial, pronta y transparente.
A esta situación se suma un preocupante proceso de instrumentalización de la justicia y del sistema penal con fines políticos, donde se observan patrones de criminalización selectiva, detenciones preventivas prolongadas y ausencia de garantías procesales en casos considerados “sensibles” o “incómodos” para el poder. Esta práctica vulnera derechos fundamentales como la presunción de inocencia, el debido proceso y la igualdad ante la ley.
El deterioro del entorno democrático ha venido acompañado también de una creciente conflictividad social, alimentada por la polarización política, la disputa interna entre sectores del oficialismo y la desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado. En este escenario, quienes ejercen su derecho a la protesta, a la libertad de expresión o a defender derechos humanos —ya sean activistas, periodistas, líderes indígenas, mujeres o jóvenes— enfrentan múltiples riesgos: estigmatización, violencia, persecución judicial, vigilancia o desprotección estatal.
Es necesario alertar que el actual vacío institucional no es neutro: afecta de manera más intensa a las poblaciones históricamente excluidas y vulnerabilizadas. Las mujeres que denuncian violencia, los pueblos indígenas que defienden sus territorios, las víctimas de vulneraciones graves de derechos humanos y quienes promueven justicia enfrentan un sistema que responde tarde, mal o nunca.
Tal como lo ha establecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “la inexistencia de recursos sencillos, rápidos y efectivos para la protección de los derechos humanos frente a las violaciones cometidas por agentes del Estado, o con su aquiescencia, constituye una denegación de justicia y una forma de impunidad que el Estado tiene la obligación de remover” (Caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras, Sentencia de 29 de julio de 1988). Esta jurisprudencia recuerda que la falta de acción estatal no solo incumple obligaciones internacionales, sino que perpetúa las violaciones.
Asimismo, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI Bolivia), en su informe de 2021, recomendó al Estado boliviano crear mecanismos independientes y efectivos de monitoreo y control sobre el uso de la fuerza y la actuación de las fuerzas de seguridad, así como adoptar normas claras y transparentes para prevenir nuevas vulneraciones en contextos de protesta. Cuatro años después, estas recomendaciones siguen sin implementación plena.
Frente a este panorama, el rol de la sociedad civil es más importante que nunca. La vigilancia ciudadana, la denuncia pública, la documentación de vulneraciones y la exigencia del cumplimiento de las obligaciones estatales en materia de derechos humanos son herramientas legítimas y necesarias.
Hoy, más que nunca, debemos recordar que la vigencia de los derechos humanos está directamente relacionada con la existencia de un Estado que funcione, que responda, que investigue, que repare.
Porque cuando el Estado falla, cuando la institucionalidad se fragmenta, no solo se debilita la democracia: se pone en riesgo la dignidad, la seguridad y la vida de las personas.
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Claudia Terán es abogada especialista en DDHH
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