Bolivia celebra este mes de agosto 200 años de vida independiente y republicana. En estas fechas, numerosos estudiantes de distintas unidades educativas participan en desfiles en diversas regiones del país como muestra de civismo y patriotismo. Pero ¿qué entendemos por civismo? No es solo un conjunto de actos protocolarios, sino el aprendizaje sobre la estructura y el funcionamiento del Estado, el estudio de la historia y la cultura, el análisis de los problemas sociales y el desarrollo de la capacidad para comprender y afrontar los desafíos de una sociedad plural. También implica la promoción de valores como la empatía, la solidaridad y el respeto por la diversidad de naciones, pueblos y culturas que conforman el tejido social del país.
El civismo, sin caer en chauvinismos, también exige conocer y respetar los símbolos patrios consagrados por la Constitución: la bandera tricolor (rojo, amarillo y verde), el himno nacional, el escudo de armas, la Wiphala, la escarapela, la kantuta y el patujú. Todos estos símbolos representan la identidad y la unidad del Estado Plurinacional de Bolivia.
Recientemente, un hecho que evidenció la falta de educación cívica ocurrió durante el desfile por el 277 aniversario del municipio de San Ignacio de Velasco, en el departamento de Santa Cruz. Una mujer desfilaba portando la Wiphala cuando fue increpada por algunas personas del público. La discusión escaló rápidamente:
—¡Saquen la bandera! —gritaban algunos.
—¡Saquen esa bandera o la vamos a sacar nosotros ahora mismo! —se oyó con más agresividad.
—Soy chiquitana —respondió la mujer.
—Esa bandera no te representa si sos chiquitana.
—Tengo derecho a portar la bandera. No es la bandera de un partido político.
Estos comentarios de intolerancia, vacíos de comprensión y educación cívica, remiten a lo ocurrido en noviembre de 2019, tras la salida del gobierno de Evo Morales. En ese entonces, algunos policías cortaron la Wiphala de sus uniformes, asociándola al Movimiento al Socialismo (MAS). Este acto, que evidenció una profunda incomprensión sobre los símbolos nacionales, fue incluso calificado como un error por el propio Luis Fernando Camacho, tras el desagravio realizado por la Policía Nacional. Dicho gesto indignó a una parte importante de la población y generó una mayor identificación con la Wiphala. Fue también uno de los factores que impulsó la movilización en la ciudad de El Alto contra el gobierno de Jeanine Áñez.
Estos hechos evidencian no solo la falta de formación cívica y tolerancia, sino también las tensiones no resueltas en torno a la identidad boliviana y, particularmente, a la identidad cruceña, como lo demuestra lo ocurrido en el municipio de San Ignacio de Velasco. Revelan cómo un símbolo reconocido por la Constitución —que representa a los pueblos originarios y a la diversidad del Estado Plurinacional— sigue siendo percibido por ciertos sectores conservadores como una provocación política, en lugar de una expresión legítima de identidad en un país y un departamento profundamente marcados por la diversidad cultural, social y étnica.
En el plano ideológico y discursivo, esto refleja el choque entre dos visiones opuestas: una que promueve el reconocimiento ontológico de la bolivianidad y la cruceñidad como identidades compuestas y abigarradas —basadas en la coexistencia de múltiples naciones y pueblos—, y otra que niega esa composición, apegada a una mentalidad colonial que sigue imaginando a Santa Cruz como en los años 50. Esta contradicción también se manifiesta en los intentos de algunos actores políticos y académicos de volver según ellos a la república como alternativa al Estado Plurinacional, sin advertir que Bolivia nunca dejo de ser, constitucionalmente, una república.
En este contexto, el rechazo a la Wiphala plantea una pregunta clave en este mes del Bicentenario: ¿qué tan dispuestos estamos, como bolivianos que habitamos Santa Cruz, a convivir con nuestras diferencias y a respetar aquello que representa a otros cruceños?
Es importante recordar que la Wiphala no es una bandera partidaria ni exclusiva de los pueblos aymara y quechua. Es también un símbolo transnacional, utilizado por diversos pueblos indígenas de América Latina. En junio de este año, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) la reconoció como un emblema de armonía, equilibrio y complementariedad con la Madre Tierra, representando la cosmovisión indígena. Su rechazo en espacios públicos demuestra que la lucha contra el racismo y la discriminación continúa siendo una deuda pendiente en Bolivia y en Santa Cruz, uno de los departamentos más diversos y cosmopolitas del país.
Este hecho plantea un desafío crucial para las élites regionales de Santa Cruz y para el sector tradicional de su élite intelectual: reconocer los procesos de etnogénesis que se desarrollan en el departamento. Esto implica aceptar que, en los últimos 50 años, en el contexto de los matrimonios interculturales y las migraciones internas, se están formando nuevas identidades cambas, collas, chapacos, entre otras, y que los símbolos de los pueblos indígenas de tierras altas y bajas también forman parte del proceso de construcción de una identidad cruceña contemporánea.
Reconocer esta etnogénesis permitirá consolidar, en el discurso de los distintos actores políticos de Santa Cruz, un nuevo cruceñismo: uno que no reniegue de sus raíces collas, chiquitanas, guaraníes, guarayas, ayoreas, entre otras, sino que las integre desde una perspectiva intercultural y nacional. Se trata de un cruceñismo dispuesto a proyectar, desde Santa Cruz, un nuevo horizonte de país: más inclusivo, más plural y representativo de su diversidad. Este nuevo enfoque identitario implica dejar atrás la visión colonial de lo cruceño, que hace gala de su herencia y estirpe hispánica y no acepta una visión moderna de su identidad en este Bicentenario, en donde los pueblos indígenas de tierras bajas y las otras culturas que habitan en Santa Cruz sean tomados en cuenta.
Para ello, debemos asumir que la mayoría de las personas que viven en Santa Cruz tienen identidades culturales compuestas. Estas integran una identidad social de base (familia, género, etnia, clase), una identidad regional (como la cruceña, paceña, cochabambina), una identidad religiosa supranacional (católica, adventista, evangélica, etc.) y una identidad nacional (boliviana). Reconocer esto implica aceptar que, al compartir ciertos rasgos culturales, podemos ser cambas, collas, chapacos, pero también guaraníes, chiquitanos, ayoreos, guarayos, aymaras, mojeños, yaracares, entre otros.
En este Bicentenario, es urgente apostar por una comprensión moderna de la identidad cruceña, una que reconozca y valore la presencia de los pueblos indígenas de tierras bajas y de las múltiples culturas que hoy conviven y construyen el Santa Cruz del presente y del futuro. Solo a partir de este reconocimiento podremos avanzar hacia una Santa Cruz más inclusiva, más plural y cosmopolita, que deje de temer a la diversidad y empiece a verla como una oportunidad y fortaleza para dirigir los destinos del país en los próximos años.
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Juan Pablo Marca es politólogo e investigador social.
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