En las últimas semanas, Bolivia ha sido sacudida por denuncias contra servidores públicos vinculadas a hechos de violencia intrafamiliar, abandono de mujeres embarazadas y otras formas de agresión. Estos casos no son anecdóticos ni excepcionales: reflejan la profundidad de un problema estructural en un país que, según datos oficiales, registra una de las tasas más altas de violencia contra mujeres en la región.
Aunque toda persona tiene derecho a la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario, cuando las denuncias alcanzan a figuras públicas el impacto va mucho más allá de la vida privada de los implicados. Lo que se pone en juego es la credibilidad de las instituciones, la confianza en la justicia y la coherencia entre el discurso y la práctica. ¿Cómo puede un Estado comprometerse a proteger a las mujeres si quienes lo representan enfrentan acusaciones de violencia?
La violencia contra las mujeres en Bolivia no distingue clase social, profesión ni cargo político. Atraviesa todos los espacios, incluyendo los de poder. Sin embargo, cuando los denunciados son personas en posiciones de autoridad, el efecto simbólico es devastador. Para muchas mujeres, la conclusión es clara: si quienes ocupan responsabilidades públicas pueden ser acusados de agredir sin que haya una respuesta efectiva, ¿qué esperanza queda para las demás?
La doble vulneración que sufren las víctimas es evidente. Primero enfrentan la violencia ejercida por la pareja o expareja, y luego deben lidiar con la violencia institucional: trámites burocráticos interminables, revictimización en juzgados y una justicia lenta que se convierte en aliada de la impunidad. En el caso de figuras públicas, la presión política y mediática añade una capa extra de intimidación que desalienta a denunciar o a seguir adelante con el proceso.
El Estado tiene una obligación reforzada en estos casos, no basta con declaraciones oficiales ni con discursos en fechas conmemorativas. La obligación consiste garantizar investigaciones imparciales, sanciones efectivas y mecanismos de protección real para las víctimas, de lo contrario, se perpetúa un doble estándar: leyes estrictas en el papel, pero tolerancia e impunidad cuando el agresor ocupa una posición de autoridad.
La sociedad civil, los medios de comunicación y la ciudadanía en general tienen también un papel crucial: mantener el tema en la agenda pública. En Bolivia, es común que casos de alto perfil se diluyan en el olvido con el paso de las semanas, sin que se resuelva nada. La indignación inicial no puede ser la única respuesta; debe transformarse en exigencia sostenida de justicia.
En una democracia, el ejemplo de quienes ejercen autoridad es fundamental. No se trata de invadir la vida privada, sino de entender que sus actos tienen un peso simbólico y práctico en la construcción de una sociedad. Un país que tolera la violencia ejercida por quienes ocupan cargos públicos envía un mensaje peligroso: que el poder otorga permiso para agredir.
La lucha contra la violencia hacia las mujeres no puede seguir atrapada entre discursos vacíos y políticas incompletas. Mientras no haya consecuencias reales sin privilegios, Bolivia seguirá atrapada en una espiral de impunidad.
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Claudia Terán es abogada especialista en DDHH
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