Gimena Paola Burgos Maizares
La inminente crisis que azota a Bolivia genera efectos colaterales en las diversas esferas de la población. El escenario nacional, marcado por la disminución de los ingresos fiscales —especialmente de la exportación de gas—, la caída de los precios de las materias primas y la inflación galopante que en el mes de marzo marcó una cifra de 14,63% interanual, pone al descubierto un escenario crítico para el que Bolivia no está preparada. Hoy, el viejo dicho bíblico se cumple con cruel ironía: “Vienen años de vacas flacas… y en Bolivia ni siquiera hay vacas”.
En este contexto, es preciso analizar el capital humano con el que cuenta el país, partiendo de la juventud profesionalizada que tenemos en Bolivia. El periódico Los Tiempos, el 4 de febrero de 2024, reportaba que cada año se titulan en las universidades, tanto públicas como privadas, un promedio de 41 mil nuevos profesionales en Bolivia. A esa cifra se suman los jóvenes que egresan de los institutos técnicos medios y superiores. Pero, ¿cuáles son realmente las cifras de desempleo entre los jóvenes profesionales bolivianos? ¿Logran estos egresados encontrar empleos acordes a su formación?
El sociólogo Blanco Cazas, el 16 de agosto de 2024, mediante una columna de opinión publicada en el diario El Deber, advertía que los datos generales de desempleo en Bolivia son engañosos: en este país simplemente no se puede vivir sin trabajar, más aún en la coyuntura actual. En ese sentido, las enormes tasas de desempleo aparecen disfrazadas de formas de precarización o lo que hoy en día se conoce como subempleo. Los trabajos que enfrentan los nuevos profesionales se caracterizan por ser pocas horas y mal pagados, labores muy temporales, pagos inseguros al día siguiente, pagos por porcentaje menor al trabajo realizado, falta de observancia de horarios y días de descanso, sueldos mensuales pagados por debajo de las normativas, sin vacaciones, sin categoría, sin antigüedad, sin aguinaldo, sin seguridad social, etc.
El desempleo juvenil genera un preocupante paralelismo: por un lado, acelera la fuga de cerebros hacia países con mayores oportunidades; por otro, condena a los talentos locales a la precarización laboral. Este fenómeno no es teórico: hoy, jóvenes profesionales bolivianos destacan en ámbitos científicos, académicos y diplomáticos fuera del país, mientras que, dentro de las fronteras, sus pares enfrentan condiciones laborales que desincentivan su potencial.
Un ejemplo concreto que ilustra esta brecha es el siguiente: mientras un abogado recién graduado en Chile gana, aproximadamente al inicio de su carrera, un sueldo que asciende a $1.200 líquidos (según la Pontificia Universidad Católica), en Bolivia su equivalente en el sector gana $395 (a un tipo de cambio de 6,96 Bs por dólar), sin incluir descuentos legales. Esta disparidad explica por qué muchos profesionales optan por becas, estancias internacionales o emigración forzada, agravando así la pérdida de capital humano para el país.
Para los jóvenes profesionales que, por diversas circunstancias, deben permanecer en el país y ejercer su carrera, el panorama resulta desalentador: pues día a día enfrentan una burocracia estatal que, más que promover el talento académico, lo desaprovecha. Las instituciones públicas se han convertido en escenarios donde el mérito profesional es relegado, obligando a los jóvenes a asumir funciones impropias de su formación, mientras trabajan bajo la dirección de personas que carecen de la preparación mínima requerida para los cargos que ocupan. A esto se suma la falta de empleo: para un trabajo que ofrece solo una vacante laboral, los postulantes suelen ser más de 50 profesionales.
En síntesis, Bolivia enfrenta una paradoja devastadora: forma talentos de calidad, pero ni los retiene ni los aprovecha. Este sistema, que invierte en Educación Superior pero fracasa en generar empleos dignos, no solo desperdicia oportunidades individuales, sino que hipoteca su propio desarrollo. La ironía es histórica: mientras países como Corea del Sur demostraron que, incluso desde la pobreza extrema, la apuesta estratégica por la educación, la ciencia y la innovación puede transformar una nación (como ocurrió con su milagro económico), Bolivia parece condenada a repetir el guion opuesto: formar cerebros para exportarlos y capacitar profesionales para subutilizarlos.
El paralelismo es claro: allí donde otros vieron en la educación el motor del desarrollo, nosotros seguimos viendo solo un gasto. Allí donde el talento juvenil debería ser nuestra ventaja competitiva, se convierte en otro recurso natural no renovable que dejamos escapar.
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Gimena Paola Burgos Maizares es abogada, docente e investigadora.
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