Gonzalo Colque
El general Juan José Zúñiga disfruta de privilegios extraordinarios sin haber demostrado méritos propios. A pesar de haberse graduado como uno de los peores de su curso, cuadragésimo octavo lugar entre 65 oficiales, fue nombrado por el presidente Luis Arce como comandante general del ejército. Recibe un trato económico excepcional y tiene garantizada una pensión de jubilación con el cien por ciento de su salario. Tiene antecedentes de haber desfalcado 2,7 millones de bolivianos, pero ello no impidió su ascenso hasta la cima de la carrera militar.
Este es el perfil del cabecilla de un sainete militar llamado “golpe de Estado” para unos y “autogolpe” para otros. En el ámbito militar, fue una exhibición de tácticas improvisadas y operativos toscos, cuya réplica en el ámbito político no fue distinta. Incluso, hasta resulta difícil diferenciar el perfil de los protagonistas políticos del que retrata al general Zúñiga. Todo esto confirma la sospecha de que estamos atrapados en un sistema político en decadencia, tanto así que lo sucedido es apenas un síntoma y no la enfermedad.
Los hechos acaecidos en la plaza Murillo y en el hall del palacio quemado, ciertamente serán recordados por situaciones caóticas, toscas y ridículas. El operativo militar-político quedará en la memoria de la gente por momentos que causan pena y risa al mismo tiempo, como cuando los militares, a falta de logística apropiada, improvisaron el uso del vehículo blindado a modo de un ariete para abrirse paso hacia el interior del palacio, o cuando el ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo, se pasea libremente entre los soldados y golpea la ventanilla del blindado, gritando ¡Zúñiga, bajá!
Pero las rudimentarias maneras de hacer política no acaban ahí, ni son privativas del gobierno de Arce o los militares, sino que están mucho más extendidas. Por ejemplo, los partidos políticos con representación parlamentaria también forman parte de esta decadencia, en parte porque sufren censura política y en parte porque no han podido demostrar capacidad para sobreponerse al estancamiento. Como mecanismos de representación política se supone que deben canalizar la voz de la gente, pero en los hechos tienen grandes limitaciones para dar un golpe de timón capaz de romper la inercia.
Por su lado, los probables candidatos presidenciales que aparecen en las encuestas tampoco están libres de la primavera de la mediocridad política. Si bien hacen el papel de cajas de resonancia de la frustración popular y tienen opiniones intensas que explican su presencia mediática, sus argumentos son repetitivos y en algunos casos obsoletos. Ciertamente, la gente condena el desastre, está desesperada por alternativas políticas, pero no logra engendrar nuevos líderes y movimientos políticos con suficiente fuerza disruptiva.
La enfermedad parece radicar en una extraña coexistencia de arrebatos verbales y acciones más bien pasivas o poco efectivas, lo que no solo explicaría el sainete militar en cuestión o la ausencia de fuerzas disruptivas, sino que estaría evidenciando que todos, gobernados y gobernantes, somos parte del problema. Siendo autocríticos, podemos decir que como sociedad boliviana pareciera que estamos plácidamente instalados en un sillón reclinable, metabolizando un fluido relajante que nuestro organismo absorbe vía intravenosa y a cuentagotas, mientras escuchamos los grandes éxitos ideológicos del ayer, una y otra vez, todo agitados en pensamiento; pero en realidad, cómodamente entumecidos.
Y como es lógico, la versión acentuada de esta somnolencia es el gobierno. Luis Arce prefirió la comodidad política desde un inicio, abandonándose a baños de popularidad de mentira, rodeándose de colaboradores sin luces, repitiendo los discursos desgastados de su predecesor, culpando a su propio pasado el fracaso del régimen económico; pero en realidad, sufriendo un letargo profundo, que le despoja de una cualidad esencial que debería poseer un estadista: el sentido de trascendencia.
Para avanzar en la reflexión, cabe preguntarse, ¿cuáles son las causas de esta enfermedad? Como respuesta se pueden enumerar la crisis institucional, la degradación de valores colectivos o dilemas sociales sin resolver y una de importancia es la lógica rentista de la economía boliviana. Tanto el rentismo estatal dependiente del gas natural como nuestra dependencia generalizada del modelo primario-exportador han dado lugar a retorcidas maneras de hacer economía. Los “sobreprecios”, los “negociados”, las licitaciones amañadas, las relaciones clientelares, el narcotráfico, la economía empresarial con tintes mafiosos; todos estos elementos son expresiones concretas de nuestras formas distorsionadas de hacer economía.
Para corroborar, basta prestar atención a cómo circula el dinero de una mano a otra. Francamente, los flujos económicos dejaron de ser reflejos de intercambios de valores de la misma naturaleza; es decir, de contraprestaciones equivalentes donde cada quien obtiene un beneficio proporcional a su esfuerzo productivo. Este es el caso del general Zúñiga que aporta poco o nada a cambio de los privilegios que goza a expensas de las arcas del Estado. Esta es la explicación de la jugosa pensión de jubilación de los militares, que no es otra cosa que extorsión, una práctica propia de la mafia, a cambio de una promesa vacía para no conspirar en contra de los gobiernos de turno.
Mi punto es que estamos viviendo tiempos aciagos. La decadencia política es sin duda uno de los grandes problemas de Bolivia, y la cultura rentista es una de las causas de fondo de este fenómeno. Reconocer que hay algo peor que el sainete militar o la mediocridad de la clase gobernante, bien podría ayudarnos a dar un primer paso en la dirección correcta.
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Gonzalo Colque es economista e investigador de la Fundación TIERRA.
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