Rubén Ticona Quisbert
En el siglo XVIII, el capitán inglés James Cook, considerado uno de los últimos navegantes de la era de los descubrimientos, documentó en Oceanía la existencia de una gran diversidad de pueblos indígenas, comparable con la variedad cultural que encontraron los españoles en América. Desde entonces hasta la actualidad, los pueblos originarios han debido atravesar siglos de racismo, explotación, despojo y discriminación en sus propias tierras.
Durante los conflictos bélicos del siglo XX, miles de indígenas fueron llevados a pelear guerras que no eran suyas. En la Segunda Guerra Mundial, más de 3.000 aborígenes australianos fueron enviados al frente, aun cuando en su país carecían de derechos ciudadanos e incluso del derecho al voto. Al regresar, no recibieron los mismos beneficios que los veteranos blancos. En Estados Unidos, unos 44.000 nativos fueron reclutados; su participación fue decisiva gracias a los “code talkers”, que transmitían mensajes en lenguas indígenas indescifrables para el ejército japonés.
En Bolivia, durante la Guerra del Chaco, se calcula que cerca de 150.000 quechuas y aymaras, junto a 10.000 indígenas de tierras bajas, fueron enviados al frente. Combatieron y murieron en una guerra que no habían elegido, y volvieron a sus comunidades sin derechos ni reconocimiento.
Hoy, en pleno siglo XXI, existen avances indiscutibles como la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007). Sin embargo, pese a la normativa, el despojo continúa. Los pueblos originarios siguen siendo desplazados de sus territorios y convertidos en mano de obra barata al servicio de industrias extractivas: tala indiscriminada, minería de oro y diamantes y carbón. En muchos casos, terminan siendo víctimas y a la vez verdugos involuntarios del medio ambiente que han protegido por siglos.
En América Latina, la minería ilegal de oro avanza sin freno en países como Ecuador, Venezuela, Perú y Bolivia. Comunidades indígenas enteras son amenazadas y desplazadas, sin amparo del Estado. En Madre de Dios (Perú), en el Arco Minero del Orinoco (Venezuela) o en la frontera entre Brasil y Venezuela, mujeres indígenas asháninka, shipibo, yanomami, yekuana y warao son objeto de explotación sexual en los campamentos mineros. La contaminación por mercurio en los ríos destruye la base alimentaria de las comunidades, mientras la expansión agrícola arrasa territorios y ecosistemas.
Ante este panorama, pareciera que los pueblos indígenas estuvieran condenados a convertirse en párrafos de un libro de historia. ¿Cómo hacer que su forma de vida, su economía y su cultura se fortalezcan y convivan en armonía con la sociedad actual? El debate no debe reducirse a ideologías de izquierda o derecha, pues ambos enfoques han instrumentalizado al indígena como herramienta política y no como ser humano con dignidad propia.
Bolivia aún está a tiempo de dar un ejemplo al mundo. Es urgente corregir el deterioro de las comunidades originarias en los últimos 20 años: el uso político del sindicalismo, la deforestación, la expansión de la frontera agrícola, la contaminación de ríos y tierras con mercurio y otros metales pesados. Todavía es posible evitar que nuestras niñas terminen en explotación sexual dentro de campamentos mineros, como ya ocurre en Perú o Venezuela.
El restablecimiento de los derechos de los pueblos indígenas u originarios, no solo en materia jurídica, sino social, dejando de lado la visión unipolar de progreso y desarrollo es prioridad en estos momentos. La diversidad cultural no debe ser considerada un obstáculo o tomada solo como un tema turístico folclórico, sino como un tesoro incalculable para la humanidad.
El siglo XXI no puede ser recordado como la época en que dejamos que los pueblos originarios desaparecieran. Debe ser, por el contrario, el tiempo en que aprendimos a verlos como socios plenos en la construcción de un futuro justo, diverso y sostenible.
–0–
Rubén Ticona Quisbert es economista y activista del colectivo Lucha por la Amazonia.
Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.