Los jóvenes trabajan más de lo que se cree: desafiando mitos en un mercado laboral precario

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Malkya Tudela para CEDLA

En un mundo donde TikTok se convierte en el escenario de las vivencias de la juventud, el video viral “Mi primera chamba” es un eco de historias para reír de torpezas en el trabajo, pero que refleja una realidad menos risible de adaptación de los más jóvenes al mercado laboral que a menudo resulta hostil y precario. Con tres de cada diez habitantes de Bolivia en la franja de la juventud, esa población que inicia su experiencia laboral a la vez está navegando por un mar de expectativas, responsabilidades y desafíos que no se ven reflejados en las estadísticas.

En Bolivia, la juventud agrupa a 3,2 millones de personas en el rango de los 14 a 29 años de edad, según datos de la Encuesta de Hogares 2021 del Instituto Nacional de Estadística (INE). 

Con base en esa fuente de información, el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA) ha estudiado la relación entre los jóvenes y el trabajo. El análisis tiene muchas aristas, y una de ellas es precisamente haber considerado a la población desde los 14 años. Alejandro Arze, investigador del CEDLA, explica que se incluyó a este grupo porque el Estado boliviano permite emplear a personas desde esa edad con ciertas salvaguardas. En términos de derechos, no deberían ser parte de la población económicamente activa porque se supone que están en etapa de formación y son económicamente dependientes de los adultos. Pero la realidad supera las consideraciones teóricas o legales.

Mito: “Los jóvenes no trabajan”

Jorge Masavi, a sus 24 años, tiene tres ocupaciones: cuidador de un niño especial, instructor de zumba y jefe de un servicio de garzones.

“Mi primer trabajo fue a mis 13 años, en el 2013”, recuerda Jorge, sentado en el ingreso del gimnasio antes de empezar su sesión de baile fitness de las 19.00. Y continúa: “Mi hermana mayor estaba trabajando en una fábrica de galletas y a mi insistencia, porque era una necesidad ayudar a mi mamá, entré como ayudante. Tenía que acomodar las galletas, que no se dispersen, acomodarlas, quitar las que estaban mal marcadas…”. Él y su otra hermana estuvieron así los tres meses de vacaciones escolares. Ninguno cumplía la mayoría de edad.

Jorge fue un obrero asalariado con jornadas de 8 de la mañana a 5 de la tarde con un pago de 500 bolivianos. “Yo, feliz, en ese tiempo para mí era bastante”, comenta. Para completar su felicidad, sus labores incluían a veces degustar nuevos sabores de galletas y otros productos. El salario mínimo nacional para ese año estaba fijado oficialmente en 1.200 bolivianos.

Las razones que empujan a los jóvenes a trabajar se pueden resumir en dos, explica Arze: la necesidad de ingresos complementarios a los de los tutores o padres para cubrir gastos familiares y/o personales; y la formación de un núcleo familiar propio o, lo que es lo mismo, convertirse en padre o madre. Esto último sucede pronto para las mujeres porque el 47% de ellas tiene por lo menos un hijo en el lapso de los 16 a los 29 años, según la Encuesta de Demografía y Salud 2016.

En el caso de Jorge Masavi, la paternidad no estaba siquiera en sus planes. “Mis padres me apoyaron en la primaria, pero vi que para la secundaria no iba a ser igual. Yo tendría que buscar para mis pasajes, útiles, etc.”, explica. La separación de sus padres y la violencia alrededor de ese proceso también era un motivo para permanecer lo menos posible en casa.  

Sea el motivo que sea, el 63% de los jóvenes se ha insertado al mercado laboral en algún momento de su vida. Y si se trata solo del grupo de 14 a 18 años, el 36% ha tenido una actividad ocupacional. En ese sentido, para 2021, la tasa de desempleo juvenil (8,2%) era menor que la media latinoamericana (14,4%), lo que quiere decir que los jóvenes que buscan empleo lo obtienen con relativa facilidad.

A pesar de esa información, la manipulación política hace que aún sea legítimo preguntarse si los jóvenes trabajan o no trabajan. “Hace poco, en el discurso presidencial se difundió la idea de que los jóvenes no encuentran trabajo por culpa de los trabajadores que no se jubilan. En esta forma maniquea de entender la realidad, una de las ideas fuerza es que los jóvenes no trabajan. Eso es un mito”, dice Arze. El análisis realizado por el CEDLA, aclara, tuvo como punto de partida poner en cuestión las “nociones instrumentalizadas” de los políticos y líderes de opinión que afloran en las entrevistas periodísticas.

Las ideas engañosas no se quedan ahí, sino que se expanden en la sociedad. Este año, en el contexto de modificación a la Ley de Pensiones, la Confederación Universitaria Boliviana (CUB) movilizó a los estudiantes para que se incluyera la jubilación forzosa desde los 65 años, en la norma, con la idea de que eso permitiría «crear fuentes de emplep para los jóvenes, especialmente profesionales». Más allá del desenlace, que se concretó en la Ley 1582 sin incluir esa demanda, quedó fijada la noción engañosa de que el problema del empleo es que los viejos no dan paso a la nueva generación.

“La idea de que los jóvenes no trabajan es tenue”, explica Arze, es decir que no tiene de dónde agarrarse. Al año 2021, el 52% de los jóvenes era población económicamente activa (1,7 millones) y el 48% tenía una fuente de empleo (1,5 millones). En otras palabras, la juventud boliviana está buscando trabajo o tiene una ocupación que le reporta ingresos.  

Jorge Masavi comenzó a trabajar asalariado siendo un niño de 13 años, pero apenas iniciada su “juventud”, a sus 14, continuó esa trayectoria que recuerda con precisión en el tiempo por haber nacido en el año 2000, al mismo tiempo que el nuevo siglo. 

“En el 2014, mi cuñado dijo que estaban necesitando un comodín en una sucursal de una hamburguesería. Al principio era solo sábados y domingos, pero luego continué tres veces en la semana. Me daban tolerancia para que llegue a las 7 (de la noche), por mis clases en el colegio, y trabajaba hasta las 2”, relata, en una conversación interrumpida a ratos por la música del gimnasio y el estruendo de los camiones de alto tonelaje que circulan en la avenida.

La trayectoria laboral de Jorge es la siguiente: ayudante y obrero en fábrica de galletas, comodín y asalariado en hamburguesería, ayudante de panadería, ayudante de barman, garzón en eventos, cuidador de adulto mayor, cuidador de niño especial (actual), instructor de zumba (actual) y jefe de servicio de garzones (actual).

Ya estaba trabajando antes de convertirse en quinceañero, como miles de adolescentes de su edad. En la hamburguesería, su función era reemplazar a algún empleado faltante y ejecutar cualquier tarea asignada. Luego de dos meses como comodín, ingresó a trabajar con un sueldo mensual y con un horario de 4 de la tarde a 12 de la noche, pero esta vez ya no fueron tolerantes.

“Perdí el año en el colegio porque a veces no iba. Prioricé el trabajo. Ahora me arrepiento un poco, pero puedo decir que también aprendí bastante”, dice Jorge.

Los jóvenes empiezan muy temprano a trabajar, reflexiona Arze, pero ni las cuentas nacionales ni la sociedad lo visibiliza así, a tal punto que se le denomina “apoyo” al trabajo familiar no remunerado que en muchos casos es la puerta de inicio de la actividad laboral.

Así fue la dinámica de Josué Soliz, de 22 años, un estudiante de Sociología de la universidad pública que, siendo el menor de tres hermanos, comenzó como muchos niños en el negocio familiar en un concurrido mercado de la ciudad de Santa Cruz.

“Vengo de una familia de comerciantes. Desde los 8 años ayudaba a mis padres a vender frutas los fines de semana, no me perjudicaba en los estudios”, relata.

Su contexto y sus redes de contacto le llevaron hacia otro trabajo que casi pasa por alto en la descripción de su vida laboral. A partir de un préstamo de su madre, pudo comprar tarjetas de teléfono al por mayor y revenderlas: “Cuando estaba en el bachillerato y también cuando entré a la universidad, vendía tarjetas ambulando ahí en el mercado. No vendía todos los días, sino que me apartaba tiempo para eso. Cuando yo quería, iba, porque era caminar y gritar”.

La primera experiencia remunerada fue como cargador de mercadería, de 9 de la mañana a 4 de la tarde, en una empresa especializada en compraventa de focos y artículos similares. “Ya estaba en la universidad. Trabajaba en la empresa en carga y descarga, acomodaba la mercadería, había que subirla varios pisos. Era tiempo de pandemia, entonces las cosas en la universidad eran virtuales y podía manejarlo”, comenta Josué.

“Al año 2021, el 52% de los jóvenes era población económicamente activa (1,7 millones) y el 48% tenía una fuente de empleo (1,5 millones)”.

Un inicio laboral bastante diferente fue el de Laura Martínez, una odontóloga de 29 años e hija menor de una familia de clase media que desde su niñez fue incentivada para seguir cursos extraescolares de música, deportes e idiomas.

Ella hace memoria: “Mi primer trabajo fue a mis 17 años, como profesora de música en un instituto particular”. “Ahí estuve aproximadamente 8 meses a tiempo completo. “Yo todavía seguía en el colegio, en el último año. Aquella vez me pagaban algo de 3.500 bolivianos”, relata. Luego aclara que el sueldo variaba en función de la cantidad de alumnos y las horas trabajadas.

Aunque con distintos puntos de partida y trayectorias, Jorge Masavi, Josué Soliz y Laura Martínez tienen en común haber iniciado su vida laboral siendo menores de edad y viviendo en el núcleo familiar, como parte de esa gran masa poblacional incorporada pronto al mercado de trabajo. No son los únicos, alrededor del 70% de los jóvenes que contaban con empleo estaban aún vinculados a sus padres, madres o tutores en el año 2021.

Este proceso sucede “en condiciones precarias y de informalidad”, ratifica Alejandro Arze, lo que a la larga puede reproducir las condiciones de pobreza o falta de oportunidades de esa población. 

En los tres casos, en su historia de trabajadores dependientes están ausentes los beneficios sociales: Nunca tuvieron seguro en una caja de salud, pago de horas extras, dominicales, duodécimas de aguinaldo, registro de vacaciones y menos aún una cotización al seguro de largo plazo (para la jubilación).

Para Arze, esto significa que el mercado laboral boliviano está marcado por la informalidad, pues no cumple siquiera con dos requisitos básicos: al menos pagar el salario mínimo nacional y cumplir las prestaciones de ley. El 73% de la juventud ocupada está en esa condición, esto es 1,1 millones de personas. 

En otras palabras, los jóvenes son particularmente vulnerables a la explotación laboral debido a su necesidad de trabajar y a su falta de experiencia; y por eso mismo se enfrentan a salarios inferiores al mínimo, extensas jornadas laborales y falta de protección social. Y la situación varía poco si el empleador es una cadena de hoteles o un pequeño gimnasio en una zona popular de la ciudad.    

Para Alejandro Arze, la alta tasa de ocupación juvenil no describe la calidad de esos empleos, que solo han sufrido un empeoramiento de sus condiciones en la última década.

Mito: “Más educación garantiza un empleo de calidad”

La idea de que la educación superior garantiza mejores oportunidades laborales o empleos de mayor calidad es un segundo mito que forma parte del análisis del CEDLA.

“Estuve de recepcionista en una cadena de hoteles, como unos seis meses. El trabajo era bastante pesado, de 4 de la tarde hasta las 11 de la noche, y la universidad me empezó a requerir más tiempo”, comenta Laura. Para entonces ya tenía formación de auxiliar contable, una disciplina que estudió antes de Odontología, emulando a su papá que es contador.

Sin haber tenido la oportunidad inmediata de una educación superior, Jorge Masavi tiene un trabajo dependiente que le reporta menos del salario mínimo nacional que está fijado en 2.500 bolivianos. “En este momento estoy, de 8 de la mañana a 5 de la tarde, como niñero de un niño especial. Estoy con él todo el tiempo porque es dependiente, no camina, no come solo, no toma agua, no va al baño solo”, describe. Hace un trabajo de cuidado, de lunes a sábado, por 2.150 bolivianos. De hecho, acaba de cursar con éxito una auxiliatura en Farmacia que dará un plus al servicio que ofrece. Sumando el cobro de 500 bolivianos mensuales en el gimnasio, por una hora de baile diario, su ingreso total supera por poco el salario mínimo.

Josué Soliz ha tenido una experiencia no remunerada, pero que se cuenta como práctica universitaria pues está en el plan de estudios de su carrera. “Según el reglamento, tenía que cumplir un número de horas, entonces de lunes a viernes iba toda la mañana, durante tres meses… Ahí estuve apoyando en dos proyectos de investigación”, dice de su experiencia de pasantía en una ONG.  

Actualmente tiene a su cargo dos auxiliaturas en la universidad que le reportan 350 bolivianos, cada una. La ONG le ha vuelto a convocar, pero esta vez para un trabajo pagado muy concreto. “No es con contrato, sino que la responsable de la Unidad de Investigación me pidió que le ayude con la revisión de un documento”, dice. En esa labor está de forma presencial a medio tiempo.

La trayectoria laboral de Josué es la siguiente: vendedor en negocio familiar, vendedor de tarjetas telefónicas, cargador/acomodador de mercadería, reclutador de encuestadores para el INE, vendedor de papel periódico, auxiliar de docencia universitaria (actual) y trabajo temporal para ONG (actual).

Por ahora, Josué tiene el techo y la alimentación por cuenta de sus padres, pero todos los demás gastos de transporte, fotocopias, refrigerios, ropa, etc., se los provee a sí mismo, incluido el pago del servicio de Internet que alterna con sus dos hermanos. Siente que está en su elemento y es optimista sobre su futuro laboral. Pero no todos los jóvenes pueden decir lo mismo. Otra vez la realidad del detalle es diversa, pero la estadística engloba lo que en general está pasando: 53% de los jóvenes desempleados que buscaban trabajo activamente en 2021 tenían educación superior.

“La experiencia de los motoqueros ilustra esta realidad, ya que muchos recurren a este tipo de trabajo por necesidad, no por elección, y lo hacen principalmente porque sus experiencias laborales previas han sido en condiciones aún más precarias”, dice el investigador del CEDLA. Y continúa: “Cuando consiguen un empleo, muchos se encuentran sobrecalificados para las tareas que realizan”.

A eso se debe el trillado comentario de que “fulano es profesional, pero hace taxi”. La estadística citada lo respalda, por lo menos entre las personas de 19 a 29 años: El 56% de los trabajadores jóvenes poseían capacidades y conocimientos (instrucción superior) que excedían los requisitos para los puestos que ocupaban. El 26% (116 mil) trabajaba en ventas por mayor o menor y reparación de automotores, el 8% en servicio de comida o alojamiento (36 mil) y el 6% en el transporte (27 mil). Solamente el 35% ocupaba puestos de trabajo cualificado (profesionales científicos y médicos, empleados de oficina, técnicos de nivel medio).

La realidad laboral de los jóvenes refleja una compleja intersección entre la educación superior y la calidad de los puestos disponibles. A pesar de su formación, la falta de oportunidades los empuja a aceptar trabajos que no corresponden a su nivel de cualificación y nada les garantiza el acceso a empleos de calidad. Como dice Arze, esta situación hace que sea necesario analizar la relevancia de la educación recibida en relación con las demandas del mercado laboral.

Mito: “El emprendimiento es la solución a la falta de empleo”

Ante el mito de que los jóvenes no trabajan porque no hay empleo, aparece como respuesta el trabajo por cuenta propia. Los gurús del emprendimiento y la autoayuda tienen las redes sociales para fijar la idea de “ser tu propio jefe”. Y en Bolivia el mismo gobierno se encarga de ponerle presupuesto y marco legal.

En septiembre de este año, el presidente Luis Arce lanzó el Fondo de Crédito Emprende Bolivia, para financiar a personas de entre 18 y 35 años, en las áreas productivas, servicios y comercio de apoyo a la producción. Se “busca fomentar el empleo y el autoempleo”, dice la nota de prensa oficial.

Después de las experiencias como trabajadora dependiente, que incluyó ser regente en una clínica, Laura Martínez pronto comenzó con negocios propios con base en un préstamo que obtuvo de su madre. A partir de ahí, mientras cursaba la universidad, ha vendido zapatos por catálogo, ha manejado un snack, ha hecho panadería, fue vendedora de material dental y en una ocasión logró viajar a Iquique para comprar carteras que acomodó poco a poco entre las personas cercanas a ella. Paralelamente a todo eso, tocaba el saxofón en actividades nocturnas de fin de semana.

Si bien su familia corrió con el pago de la universidad privada, ella comenzó a ganar dinero para correr con sus gastos personales y para su último año de la universidad ya había salido de la casa de sus padres a vivir sola y corría con todas sus cuentas.

Sin embargo, la clínica dental fue un salto cualitativo en su trayectoria, y decidió abrirla en la casa paterna: “Cuando estuve trabajando en la otra clínica como regente, traté de ahorrar lo más que podía para remodelar. Mis padres me ayudaron con los ambientes, pero necesitaba bastantes modificaciones. Luego tuvimos que obtener financiamiento bancario, con eso pudimos abrir, primero con dos sillones (dentales). Habilitamos el área estética, el de esterilización, el parqueo, letreros, recepción”. Para este momento ya contaba con el respaldo de su pareja.

La trayectoria laboral de Laura es la siguiente: profesora de saxofón, auxiliar contable, recepcionista, auxiliar de dentista, vendedora de material dental, saxofonista en distintos grupos (simultáneamente por muchos años), comerciante, negocio casero (panadería, hamburguesas), dentista en consultorio particular alquilado, regente en clínica, dentista en consultorio propio, y dentista y administradora de clínica dental (actual).

Los jóvenes ocupados en unidades autónomas son ligeramente mayoría (56%) frente a los dependientes que llegan a 42% (entre obreros, empleados y trabajadoras del hogar). Para el CEDLA, independientemente de la categoría ocupacional, las condiciones laborales de estos sectores son precarias.

“Al principio era bastante inestable en ingresos y hemos recurrido al marketing para poder sobrellevar los pagos (al banco). Siempre ha habido ayudas de algunos familiares cuando había meses bajos; al siguiente mes nos iba mejor y así. Ahora tenemos varios doctores, pero todos trabajan por porcentaje, según los tratamientos, no tenemos un personal fijo con sueldo”, comenta Laura.

Actualmente, si los pacientes lo requieren, ella trabaja en horario nocturno, domingos o feriados, y en el frontis de su clínica dice: atención de emergencias las 24 horas. Por eso ahora vive en el anexo a la clínica, lo que le permite ahorrar tiempo y dinero del taxi en caso de presentarse un paciente de urgencia.

En criterio de Alejandro Arze, curiosamente los jóvenes tienen la sensación de que emprender da libertad de tiempo y un mejor nivel de ingresos. Por eso ponen toda su voluntad en su iniciativa, el problema está en que para iniciar un emprendimiento se requiere de capital de inversión, y eso es algo que no poseen al iniciar su vida laboral.

“Estamos empezando a tener estabilidad. Un negocio es como un niño pequeño que al principio hay que darle, darle y darle, y luego conforme va creciendo ese negocio también se va haciendo autosustentable, va dejando un poquito más de ganancia”, dice Laura Martínez.

Josué Soliz también tuvo un trabajo por cuenta propia como lo habían hecho, a su vez, sus hermanos mayores. “Con la ganancia de la venta de las tarjetas y también otro préstamo de mi madre, compré periódicos al por mayor —relata. Los productores de piña ocupan ese papel para taparlas, para que el sol no las queme. Yo vendía por quintal; ahí hice suficiente capital que es con el que ahorita me mantengo para ir y venir. Desde hace dos años mi madre ya no me suelta ni un peso, a inicios de la universidad sí me daba (una mesada)”. A estas alturas, el negocio se vino abajo porque el principal periódico de la ciudad subió el precio de sus descartes.

Aparte del trabajo de cuidado y el baile fitness, actividades por las que recibe ingresos mensuales fijos, Jorge Masavi maneja un pequeño grupo propio de gimnasia al otro lado de la ciudad, que se entrena en un espacio público, y tiene un emprendimiento de servicio de garzones que lucha por tener por lo menos dos contratos por mes.

No ha invertido capital para sus emprendimientos de instructor y garzonería, pero sí un alto desgaste de fuerza física, que puede permitirse a sus 24 años, y muchas horas de su vida. En el servicio de garzonería, “me manejo por dos horarios, de 7 de la noche a 2 de la madrugada y de 7 de la noche a 5 de la madrugada”, comenta, “aparte del sueldo (sic) que te pagan, algunas personas, por tu buen servicio, tu buena predisposición, te van a dar una propina”.

“Los jóvenes ocupados en unidades autónomas son ligeramente mayoría (56%) frente a los dependientes que llegan a 42% […] independientemente de la categoría ocupacional, las condiciones laborales de estos sectores son precarias”.

La fuerza que les da la juventud les mueve con optimismo en sus proyectos, siguiendo la idea de que el duro esfuerzo individual dará frutos a la larga. Lo cierto es que para eso tendrán que enfrentarse a la estructura socioeconómica del país que tiene la fuerza para atrapar a la mayoría de la población en la precariedad de un mercado laboral con empleo predominantemente informal.

“Uno piensa a veces: ¿si cierro el negocio y hago un trabajo normal?, pero uno mira hacia atrás, ve dónde está ahora y (piensa) dónde puede estar, y no es cosa de rendirse”, dice Laura Martínez. Jorge Masavi opina igual: “Van a venir épocas mejores, así que tengo que seguir nomás porque ¿quién renuncia en un momento malo? Hay que tratar de pasar ese momento malo y seguir. No hay otra forma”. Y Josué Soliz afirma que, “si a uno le apasiona lo que está estudiando y hace un buen trabajo, tarde o temprano terminas trabajando en una institución, o empezás de manera gratuita, te haces conocer…”.

Este reportaje muestra que muchos jóvenes empiezan a trabajar a edades tempranas en empleos precarios para complementar ingresos familiares o cubrir sus propios gastos. Estos trabajos generalmente no cumplen con los derechos básicos como la seguridad social o salario mínimo, exponiéndolos a condiciones de informalidad y explotación.

Incluso aquellos jóvenes con educación superior suelen encontrar empleos que no corresponden a su nivel de cualificación, obligándolos a aceptar trabajos en sectores de menor especialización o recurrir al autoempleo y emprendimientos informales, lo que refleja una falta de oportunidades laborales de calidad. Este mercado laboral flexibilizado también afecta a jóvenes profesionalizados, quienes frecuentemente trabajan bajo esquemas de pago a porcentaje en lugar de recibir un salario fijo, lo que refuerza la precarización laboral.

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Este reportaje ha sido producido por el CEDLA con el apoyo de la Embajada de Suecia, en el marco del proyecto “2022-2024 Knowledge and Debate in a Changing World”.

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