En años de activismo por los Derechos Humanos, he atestiguado la pobreza y las desigualdades que atraviesa nuestro país. He trabajado con comunidades de las tierras bajas, donde la ausencia del Estado es total y la contaminación de los ríos, causada por grupos adinerados y políticamente influyentes, destruye los medios de vida locales. También colaboré con comunidades de las tierras altas, que sobreviven día a día, afectadas por las mismas estructuras de poder cuyas actividades terminan devastando pueblos enteros, persiguiendo a defensores ambientales, amenazando familias, o promoviendo actividades ilegales como el narcotráfico y la trata de personas. En el contexto de la actual crisis, estas comunidades se encuentran sumidas aún más en la pobreza, una realidad que ni el Estado ni las organizaciones no gubernamentales parecen estar investigando con la urgencia y profundidad que merece.
También, a lo largo de estos años, he conocido tanto a extranjeros como a bolivianos que estudian en el exterior y luego regresan al país, por lo general con las mejores intenciones, pero con una mirada profundamente ingenua. En la Europa actual —más allá del auge de la derecha radical en el poder— la romantización de la pobreza del “Tercer Mundo” nunca ha pasado de moda, especialmente entre los sectores jóvenes.
Esto me recuerda lo planteado por Edward Said al conceptualizar el “orientalismo” como esa construcción de una imagen exótica y simplificada del otro, que responde más a una necesidad cultural y psicológica de quien observa que a la realidad de quien es observado. Said explicaba cómo Occidente moldeó durante décadas la idea de un Oriente misterioso y fascinante, pero también “inferior”, justificando así la dominación colonial. Esta lógica se tradujo en políticas de Estado como la “misión civilizadora” del francés Jules Ferry y su supuesto “deber de civilizar”.
En Bolivia, ocurre algo similar. Se construye una imagen que encaja perfectamente en las fantasías europeas sobre la autenticidad y la resiliencia, pero que ignora por completo la dura y compleja realidad que viven las comunidades a las que se pretende idealizar.
Pero, el concepto que busco explorar en este artículo es el de Pornografía de la pobreza (Poverty Porn), término utilizado con frecuencia por Lissner. El autor advertía que este tipo de representaciones, aunque resultan efectivas para recaudar fondos en el complejo ecosistema de la cooperación internacional y las ONG, terminan despojando a las personas de su dignidad y despolitizando la pobreza, al reducirla a una simple carencia material en lugar de comprenderla como un patrón profundamente arraigado en injusticias estructurales.
De esta manera, dichas imágenes fomentan en las audiencias europeas una forma de consumo visual del sufrimiento, permitiéndoles contemplar la miseria sin sentirse interpeladas por la culpa o la responsabilidad. El dolor ajeno se reinterpreta, así, como una expresión de virtud y resistencia, más que como el reflejo de una desigualdad inaceptable.
Para entender por qué este mecanismo es tan efectivo, podemos recordar dos conceptos muy importantes que subyacen a esta dinámica: la subjetividad de la percepción artística y la naturaleza ambigua de la llamada “conciencia social”. La subjetividad del arte permite, a veces, que la intención original del creador se diluya en la mirada del espectador. Entonces, una imagen cruda de la precariedad boliviana puede ser fácilmente recodificada como “exótica” o “estética” en una galería de arte europea, neutralizando su potencial político. Esto también nos obliga a cuestionar la ambigüedad de lo que entendemos por “conciencia social”: ¿se trata de un acto de genuina responsabilidad cívica o de un mero gesto de superioridad moral sin compromiso real? Tal ambigüedad es la coartada perfecta que, amparada en el arte, permite a la pornografía de la pobreza perpetuar el espectáculo.
Abordo esta temática porque, la semana pasada, sentí mucha alegría al ver que un joven boliviano tuvo la oportunidad de exponer sus obras en el metro de París, un logro sin duda digno de reconocimiento. Sin embargo, al observar las imágenes de las obras expuestas —al menos las difundidas en redes sociales— noté que representaban una serie de escenas muy específicas: una flota antigua de transporte, zonas áridas visiblemente empobrecidas, las laderas de La Paz donde cientos de viviendas se aferran a la montaña, y otras imágenes que reflejan de manera evidente la pobreza, la precariedad urbana y la falta de planificación.
Entonces recordé que este fenómeno es frecuente. Ya sea por parte de nacionales migrantes nostálgicos, o por extranjeros que llegan con la idea de “salvar” al país, evidenciando una profunda ignorancia de lo que realmente ocurre. El arte o la información que difunden hacia el exterior, lejos de contribuir a una transformación genuina, terminan convirtiéndose en una forma de pornografía de la pobreza.
Así, se perpetúa un círculo vicioso de simplificación narrativa, donde resulta más fácil —y comercialmente más atractivo— contar una historia amable de resiliencia, esperanza y felicidad sencilla, que abordar las complejas y estructurales redes que sostienen la pobreza en Bolivia.
Es frecuente (y molesto) ver en el extranjero y en Bolivia, cómo ciertos elementos asociados a la pobreza en nuestro país se transforman en objetos de moda. En muchas obras o espacios europeos —desde el metro de París hasta los aeropuertos o incluso las poleras que se venden en tiendas exclusivas de la zona Sur de La Paz— aparecen las antiguas flotas bolivianas convertidas en íconos vintage, vendidas incluso por más de 500 bolivianos.
Sin embargo, la estética de estas flotas no refleja necesariamente la realidad que representan: la falta de planificación del transporte público, la gran cantidad de accidentes causados por la obsolescencia de estos vehículos, ni la contaminación ambiental que generan. Mucho menos se aborda la ausencia de un transporte verdaderamente digno, especialmente para sectores en situación de vulnerabilidad, como adultos mayores, personas con discapacidad y en particular, niños, niñas y adolescentes, quienes son víctimas de secuestros o corren riesgos cotidianos en los largos y peligrosos trayectos que deben recorrer para llegar o volver de la escuela.
Las laderas y casas construidas al borde de la montaña ofrecen una vista que, frecuentemente, maravilla a los turistas desde el teleférico. Sin embargo, detrás de esa postal se esconde, irónicamente, la falta de visión de desarrollo urbano, la precariedad y un riesgo constante: la enorme cantidad de gente que fallece o ve sus vidas arruinadas por los deslizamientos de tierra, ya sea por construcciones ilegales o por las lluvias.
Este acto de consumo visual es lo que activistas como Kennedy Odede han llamado “Turismo de barrios marginales” (Slum Tourism). Aquí, la pobreza se convierte en un paisaje para ser consumido, un espectáculo que le ofrece al extranjero una pequeña dosis de ”realidad” sin exigirle una reflexión profunda sobre las estructuras de poder que la perpetúan. Así, esos paceños cuyas vidas se encuentran en riesgo todos los días, se convierten en un simple telón de fondo para los espectadores en el metro de París.
Los paisajes áridos de las zonas andinas son una imagen recurrente en postales e innumerables lugares del mundo. Pero esa foto familiar, que muestra lo que los europeos están acostumbrados a ver, en realidad oculta la miseria de muchas comunidades: la falta de alcantarillado, la ausencia de una vivienda digna y una clara violación a los derechos económicos, sociales y culturales.
No pretendo menospreciar el esfuerzo de las bolivianas y los bolivianos que viven en el exterior, ni de los extranjeros que llegan al país con buena voluntad. Mi intención es, más bien, subrayar la falta de claridad en muchos de estos trabajos y lo perjudicial que resulta para Bolivia la romantización de nuestra miseria. En pleno 2025, una vivienda precaria de adobe no debería ser motivo de orgullo; un sistema de transporte que contamina y pone en riesgo la vida y seguridad —especialmente de niñas y adolescentes— no debería ser presentado como símbolo de identidad; y vivir al borde de una montaña, con el peligro constante de desaparecer ante la primera lluvia, no debería ser motivo de alarde, ni para un boliviano ni para un extranjero.
Claro, si la intención es mostrar ese tipo de imágenes para generar consciencia, creo que ese argumento quedó obsoleto como el bus mostrado en la foto. Hace décadas la pobreza boliviana se exhibe en todas partes del mundo, y aun así no se han producido cambios reales. Si de verdad queremos mostrar a nuestra Bolivia, las innumerables maravillas naturales —como el Salar o la Amazonia— bastan para dejar sin palabras a cualquiera. Pero si lo que buscamos es reflejar la dura realidad del país, dejemos de hacerlo “por moda” o para alimentar falsos vínculos románticos con una situación profundamente dolorosa. Si el propósito es contribuir a sacar a Bolivia de la miseria, ya sea a través del arte, o la cooperación a estos rubros, entonces no hace falta inventar nada: la lista de atrocidades está a la vista de todos.
Algún día me gustaría ver en la Gare du Nord una fotografía de nuestro majestuoso Salar de Uyuni, acompañada de otra que muestre a las empresas europeas que se disputan, como aves de rapiña, la posibilidad de explotar nuestro litio sin asumir responsabilidad ambiental ni social alguna. También me encantaría ver en la Gare de Montparnasse una imagen de nuestra Amazonia, del Illimani o de los imponentes ríos y paisajes de las tierras altas, junto a otra que recuerde la falta de responsabilidad de la suiza Glencore frente a las comunidades afectadas durante años. Y si, al final, persiste ese afán por exhibir en todo lado la pobreza boliviana como ocurrió en el metro de Paris, al menos que se coloque a lado una fotografía de la empresa francesa Total, que, en complicidad con nuestras autoridades, contribuyó a que Francia sea aún más rico y nosotros más pobres.
No pretendo destruir ni restar mérito a nuestros artistas; como dije al inicio, su esfuerzo y su intención son profundamente valiosos. Sin embargo, en un contexto de crisis, creo que todos los bolivianos en el exterior —así como los extranjeros que desean ayudar— deben abandonar esa mirada errónea que, sin quererlo, termina perpetuando nuestra miseria.
Por ello, el verdadero desafío es lograr que el arte pase de la pornografía de la pobreza a ser una herramienta para la justicia global. Para lograrlo, no basta con mostrar imágenes aisladas; es necesario contextualizarlas dentro de un marco mucho más amplio: la construcción de una visión de desarrollo que sea integral y sin reduccionismos.
Una visión honesta que identifique los clivajes (o divisiones) sociales y exponga las complejas relaciones de poder que perpetúan la desigualdad. Se trata, en definitiva, de mostrar no solo nuestra realidad, sino también a los arquitectos y beneficiarios de la misma.
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Franco Albarracín es experto en Derechos Humanos
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