Alejandro Almaraz
Es de conocimiento general que el litio es un metal cuyos usos energéticos, entre los muchos e importantes que tiene, le otorgan un valor estratégico ampliamente reconocido, y lo es también que una de las mayores reservas mundiales de litio (o la mayor, según el punto de vista técnico) está en los salares del sudoeste boliviano. Esta realidad ha situado ya al litio, en el imaginario de gran parte de la sociedad boliviana y de sus gobernantes, como el recurso sucesor de la plata, el estaño, el petróleo o el gas, en la expectativa de lograrse, con su explotación, el desarrollo y la prosperidad del país, empezando por resolverse las grandes urgencias inmediatas. Una manifestación explícita de ello está en que el actual gobierno central, luego de ser forzado por la inocultable realidad a reconocer el sostenido (e irreversible en el corto plazo) declive de la producción gasífera, ha manifestado que las nuevas expectativas económicas principales del país, y la salida cierta y definitiva de su grave situación económica, radican en la explotación y exportación del litio.
Sin embargo, en la prolongada experiencia nacional, la explotación de los recursos naturales mencionados devino en grandes y dolorosas frustraciones, mucho más que en beneficios y realizaciones. En efecto, la gran mayoría de la población permaneció en básicamente las mismas condiciones de pobreza; la producción nacional no se diversificó ni -menos aún- industrializó, a causa de que gran parte de la renta fiscal obtenida de tales procesos productivos fue substraída por la corrupción o dilapidada por la incompetencia de la gestión pública, y de que la mentalidad rentista que creció en el Estado y se contagió al conjunto de la sociedad, frenó las iniciativas productivas; la dependencia del país aumentó significativamente debido a la injerencia que los operadores políticos de los capitales extranjeros intervinientes ejercieron para resguardar (y acrecentar) sus intereses, ocupando la médula misma de la gestión económica estatal; y los daños y pérdidas causados al patrimonio natural del país han sido verdaderamente inmensos. Quienes tuvieron ganancias plenas, y en su caso gigantescas, fueron las empresas transnacionales que ejecutaron aquellos procesos extractivos, al menos hasta las nacionalizaciones que las alcanzaron. Con estos insoslayables antecedentes (y los coyunturales que se añadirán más adelante), si bien no puede negarse que la explotación de litio es una oportunidad de crecimiento económico para el país, tampoco puede desconocerse que, al mismo tiempo, amenaza convertirse en la renovada ilusión rentista que reproduzca la larga historia de pérdidas y frustración, y estanque al país en la economía primario-exportadora que nos condena a repetir eternamente esa triste historia.
La condición principal (si bien no única) para que un país de la periferia capitalista pueda beneficiarse substancialmente de la explotación de sus recursos naturales (especialmente no renovables), radica en su eficaz apropiación material de los respectivos recursos. Dada la praxis de la problemática productiva, y las limitaciones del capital privado nacional en esos países, dicha condición tiene su mayor posibilidad general en la intervención productiva directa de las empresas públicas. Así lo revela contundentemente, a despecho de la resurgida prédica ultraliberal, la experiencia mundial.
En este contexto, resulta muy difícil encontrar (si realmente lo hay) un caso en que algún país de la periferia capitalista haya logrado grandes réditos económicos de la explotación de sus recursos naturales no renovables, estando esta a cargo solo de operadores extranjeros. Al mismo tiempo, y al contrario, se evidencia que la condición más común para el logro de tales réditos ha sido la intervención de empresas públicas en los respectivos procesos. Una muy relevante muestra de ello es la estratégica industria hidrocarburífera, en la que tanto los países nórdicos como los árabes (los más exitosos del rubro en la periferia del capital) lograron convertir sus hidrocarburos en prosperidad para sus poblaciones, gracias a las empresas públicas que se hicieron cargo de su explotación. Y el ejemplo llega hasta Bolivia, donde la intervención productiva de YPFB en sus primeros años, inmediatos a la primera nacionalización, brindó al país importantes beneficios, en contraste con las pérdidas y perjuicios que le ocasionó la previa intervención del capital transnacional privado por único resultado.
En el caso del litio, la fundamental condición de la apropiación nacional del recurso comenzó a cumplirse. En efecto, como una de las pocas realizaciones tangibles del “proceso de cambio”, y si bien con una considerable demora, se logró desarrollar todo el proceso productivo básico (el del carbonato de litio) íntegramente a cargo de la empresa pública creada para esa finalidad (YLB) y con financiamiento totalmente soberano. Dicha realización se materializó en la construcción de la colosal infraestructura de evaporación (decenas de piscinas gigantescas), de la planta piloto de carbonato de litio, y de las plantas industriales de cloruro de potasio y carbonato de litio. Las dos primeras están en funcionamiento y la última lo estaría también si el actual gobierno lo habría querido y completado las pocas obras faltantes.
Sin embargo, tras la nebulosa con la que el actual gobierno ha cubierto el tema, es perceptible su propósito de truncar el proceso de la apropiación y explotación nacional del litio, y entregar el recurso a los operadores extranjeros, retomando el viejo y trágico derrotero de la subordinación al capital transnacional. Dan cuenta de ello que, para empezar, el gobierno se haya deshecho (silenciándolos) de los dos principales ejecutivos que condujeron la implementación de referido proceso productivo. Lo ha hecho por el consabido medio del enjuiciamiento penal, con los fundamentos consabidamente inconsistentes de sus acusaciones a opositores políticos, logrando el apresamiento de uno de ellos y el suicidio del otro.
Luego, ha dado el drástico y estratégico viraje de apostar por una nueva tecnología de producción de carbonato de litio, la denominada extracción directa de litio (EDL), muy distinta a la de evaporación empleada en la referida experiencia nacional y en todas las de otros países realizadas en salares. No obstante que alguna vocería gubernamental ha expresado el objetivo de producir más carbonato de litio por ambas vías tecnológicas, la apuesta por EDL se evidencia en la expectativa declarada de una producción abismalmente mayor por esta vía y, sobre todo, por los acuerdos con operadores extranjeros expresamente destinados a ejecutarla. Considerando que ambos procesos productivos intervendrían sobre los mismos reservorios (aunque con áreas delimitadas), que su producción por un buen tiempo sería la misma (carbonato de litio), y que su mercado no da muestras de poderse diversificar en el corto plazo, sería inminente que la producción nacional sufra la fuerte, y en su caso letal, competencia de los operadores extranjeros emplazados en el mismo territorio productor.
No obstante su importancia fundamental, el gobierno central se ha auto-eximido de dar explicaciones sobre este último asunto. Pero lo ha hecho también respecto a otros aún más básicos, como son las dos objeciones principales a la tecnología EDL. Así, el gobierno ha dicho muy poco, o nada, respecto a que dicha tecnología no ha sido empleada a plenitud y exitosamente en ningún lugar del mundo, lo que nos pondría en la condición de conejillo de indias (el conejillo perfecto por estar indefenso y soterrado en las indias profundas). Tampoco se ha pronunciado el gobierno respecto a que si la tecnología de evaporación tiene ya el inconveniente de su alto consumo de agua, la EDL insume aún mucha más agua, lo que nos llevaría, si se ejecuta el plan gubernamental, al desastre de producir litio al precio del ecocidio general en el altiplano boliviano. En todo caso, lo más factible para implantar al capital extranjero en la detentación y producción del litio boliviano, con la necesaria vulneración de las normas legales que lo previenen, y el ineludible relegamiento de la empresa nacional, es la adopción de una tecnología ajena a la experiencia y capacidad de esta y exclusivamente manejada por los operadores extranjeros.
Lo único claro que ha dicho el gobierno es que quiere producir más litio para tener más dinero, y que quiere que lo hagan los capitales chinos y rusos. Es decir, la vertiente del capital financiero transnacional (del imperialismo en rigor teórico) más agresivo y devastador. La selección de las empresas respectivas ha sido tan oscura como toda la política gubernamental del litio: con procedimientos ajenos a la norma legal aplicable y denuncias de corrupción nunca esclarecidas. Y ha rematado en la oscuridad más cerrada, con la suscripción de convenios insólitamente secretos (“reservados”). La más importante del puñado de empresas chinas seleccionadas, la CBC, en su muy breve existencia no parece tener experiencia productiva alguna, ni de litio ni de cualquier otro producto. Como es frecuente en las empresas privadas chinas (la tristemente célebre CAMC es otro ejemplo), parece estar dedicada solo a la especulación que implica la transferencia de contratos (o subcontratación). De modo que quien produciría el deseado carbonato de litio (o cualquier otra cosa que se le pida a la CBC) sería otra empresa subadquirente del respectivo contrato, y con la que el Estado boliviano bien podría contratar directamente, obteniendo garantías más sólidas y ahorrándose el costo de la intermediación.
La empresa rusa elegida es la Uranium One Group, subsidiaria de la gigantesca Rosatom (la empresa estatal rusa de energía atómica), especializada en la producción de uranio, rubro en el que es uno de los primeros productores a escala mundial. Este dato nos precipita por una catarata de preocupantes pero ineludibles constataciones: el litio, como el común de los elementos de la naturaleza, comparte el territorio de su emplazamiento natural con otros muchos minerales; entre estos, en las proximidades de los salares potosinos, existen uranio y tierras raras (según múltiples y coincidentes estudios científicos); el uranio (y eventualmente también las tierras raras) son la materia prima principal para la fabricación de armas nucleares; Rusia, y ya antes la Unión Soviética, es el primer productor mundial de armas nucleares; y el nuevo Zar (Vladimir Putin), amenaza cotidianamente con usarlas contra Europa y EEUU, si no lo dejan consumar tranquilo la invasión a Ucrania con la que pretende restablecer el territorio imperial de la sagrada patria rusa. Si a esto agregamos que es común en la contratación minera que los derechos de explotación adquiridos (y otorgados) abarquen todos los minerales que se encuentran en las respectivas operaciones, y que entre los muchos datos desconocidos por la opinión pública boliviana está el área precisa de intervención de Uranium One, es razonable sospechar, y temer, que amparado en el secreto (“reserva”) del respectivo convenio, el gobierno boliviano pueda estar brindándole a Putin acceso al uranio y no solo al litio boliviano. De esta peligrosísima perspectiva tratará mi siguiente columna.
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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba