Carlos Derpic
El 10 de diciembre de 1948, la Organización de las Nacionales Unidas (ONU) proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, instrumento fundamental para el nacimiento del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que fue luego objeto de desarrollo por una serie de normas, entre las que sobresalen, a nivel universal, los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobados también por la ONU el 14 de diciembre de 1966, y a nivel americano, la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, aprobada por la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos, el 22 de noviembre de 1969.
Hasta donde se sabe, el primer documento de derechos humanos fue el Cilindro de Ciro (539 a.C.), al que siguieron la Carta Magna arrancada por los barones al rey Juan sin Tierra en 1215, el Bill of Rights de 1648, la Declaración de Filadelfia de 1776, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, entre otros.
Se trata, como toda obra humana, de un proceso inacabado y falible que, sin embargo, sentó las bases para intentar una convivencia más fraterna entre los seres humanos, a la vista de las barbaridades ocurridas durante la segunda guerra mundial, que tuvieron entre una de sus víctimas al pueblo judío, cuyos gobernantes hoy incurren en similar barbaridad con el pueblo palestino.
Es interesante anotar que, antes de ingresar al reconocimiento de los derechos, el artículo 1 de la indicada declaración afirma: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, en tanto el artículo 2 señala: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”.
Esos dos artículos tienen bastante contenido y no es posible, en una columna como esta, abordar el tratamiento íntegro del mismo. Por ello, en esta ocasión queremos hacer hincapié en uno de los temas que aborda el artículo 1 y es el relativo a la dignidad de las personas.
¿En qué consiste esta dignidad? En que todas las personas son dignas de respeto, más allá de cómo sean. En el valor que tienen por sí mismas, por el solo hecho de serlo. No es una condición provista por ninguna persona, Estado, gobierno u organización, sino que es consustancial a la humanidad sin ningún tipo de distinción. La dignidad es intrínseca a la condición de las personas y, por ello, es inalienable e irrenunciable.
La consideración de la dignidad de las personas tiene una fundamentación de carácter religioso, en tanto en cuanto, para los creyentes, proviene de la condición de hijos de Dios que hombres y mujeres tenemos. En efecto, siendo todos creaturas de Dios, debemos ser respetados más allá de cualquier circunstancia y nadie puede desconocer la dignidad de que estamos investidos.
A este propósito es interesante anotar cómo el Dicasterio para la Doctrina de la Fe del Vaticano, que reemplazó a la Congregación del mismo nombre, ha emitido una declaración titulada Dignitas infinita, que comienza afirmando: “Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre”.
Pero no es solamente desde este ángulo que se proclama la dignidad de las personas, sino también desde un ámbito no religioso, como es el caso de la nombrada Declaración Universal de Los Derechos Humanos.
El respeto a la dignidad de las personas, que está en manos de los Estados, busca construir un mundo fraterno, en el que imperen la justicia, la alegría y la convivialidad.
Sin embargo, “del dicho al hecho hay mucho trecho”, como se evidencia de tanta barbaridad que ocurre en el mundo de hoy y que tiene expresión concreta en Bolivia en la crueldad e inhumanidad con que se está tratando a la exministra Eidy Roca, que se encuentra al borde de la muerte, sometida a procesos judiciales ejecutados por orden del Ejecutivo, como ha sucedido con otros bolivianos y bolivianas.
Sería deseable que esta crueldad termine, para no repetir otros lamentables casos que se han producido en nuestro país.
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Carlos Derpic es abogado
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