La Bolivia de los ciclos: estado débil, economía extractivista y futuro incierto

Opinión

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Walberto Tardío

El extractivismo y la institucionalidad suelen estudiarse por separado, pero en Bolivia siempre han ido de la mano. Pensarlos juntos ayuda a entender por qué seguimos siendo un país con un Estado débil, altamente dependiente de la explotación de recursos naturales y con enormes dificultades para construir un desarrollo sostenible.

Cuando hablamos de institucionalidad estatal nos referimos a la capacidad del Estado para hacer cumplir la ley, hacerse respetar, estar presente en el territorio y manejar los conflictos sin depender de presiones o favores. Si miramos la historia, Bolivia casi nunca ha tenido un Estado fuerte. Incluso después de los momentos de mayor reorganización, seguimos por debajo de países vecinos como Chile o Perú en cuanto al respeto a la ley, la imparcialidad de las instituciones y la confianza ciudadana. Por eso algunos investigadores hablan de un “Estado con huecos”, que funciona en las ciudades principales, pero desaparece en zonas rurales; o de un “Estado pactante”, que no puede decidir por sí mismo y vive negociando con distintos grupos; o de un “Estado fragmentado”, que aparece y desaparece dependiendo de si hay algo que explotar. También está la idea de un “Estado subjetivo”, donde las instituciones no son neutrales y terminan inclinándose según quién tiene más poder.

En este contexto, no sorprende que Bolivia sea también uno de los países con menor confianza interpersonal del mundo. Cuando el Estado no garantiza justicia ni seguridad, la gente vive anticipando riesgos y cuidándose de los demás. Esto dificulta trabajar juntos, emprender o construir proyectos de largo plazo. La confianza no es un detalle social: es un motor de desarrollo, y su ausencia nos pasa factura cada día.

A esa debilidad institucional se suma un segundo elemento: la economía boliviana ha dependido casi siempre de la extracción de recursos naturales. En años de auge internacional, como 2011, Bolivia estuvo entre los países más dependientes de las rentas de minerales, gas o hidrocarburos. Esto nos coloca al lado de países como Venezuela o Ecuador, mientras que otros de la región como Brasil o Uruguay muestran una dependencia mucho menor.

Los efectos del extractivismo son conocidos, pero suelen explicarse con un lenguaje demasiado técnico. En términos simples, dependemos de precios que no controlamos. Si bajan, el país entra en crisis. Vivimos ciclos de “subir y caer”. En los años buenos hay dinero, en los años malos hay recortes, deudas y crisis largas. Se gasta más de lo que se debe cuando hay bonanza. Y cuando se acaba el boom, el Estado queda sin reservas. Surgen comportamientos rentistas. Es decir, grupos que buscan beneficios sin producir, solo capturando parte de la renta. Se abre espacio para la corrupción. Porque manejar recursos rápidos y fáciles sin controles sólidos es una invitación a los abusos. No se incentiva la educación. Como la economía no necesita trabajadores altamente calificados, se invierte poco en mejorar la calidad educativa.

Este último punto es fundamental y muy pocas veces se dice con claridad: el extractivismo también debilita la educación.

¿Por qué? Porque un país que se sostiene principalmente de la extracción de recursos no necesita ingenieros especializados, científicos, docentes altamente formados, investigadores o técnicos avanzados. No necesita capital humano sofisticado. Necesita mano de obra básica. Y como no existe una demanda real por educación de calidad, el sistema educativo queda abandonado, sin estímulos, sin inversión, sin innovación. Así, se vuelve un círculo vicioso: sin educación no hay diversificación económica; sin diversificación, seguimos dependiendo del extractivismo; y con extractivismo, no se exige educación de calidad. Es decir: el modelo productivo limita directamente las oportunidades educativas de la población.

Esta combinación de Estado débil y economía extractiva se retroalimenta. La debilidad del Estado facilita prácticas rentistas y corrupción, y el extractivismo impide que surja una clase media altamente calificada que presione por mejores instituciones, por reglas claras y por una visión de desarrollo a largo plazo. Mientras tanto, el Estado crece solo cuando hay recursos que capturar, pero cuando se acaban las rentas, también se derrumba su capacidad de acción. No es casualidad: la fuerza del Estado boliviano ha estado atada al ciclo de los recursos, nunca a una institucionalidad sólida y estable.

Comprender cómo interactúan estos dos factores no es un ejercicio teórico. Es una forma de entender por qué Bolivia sigue atrapada en ciclos repetitivos de auge y crisis, por qué la confianza social es tan baja, por qué la educación no despega y por qué cuesta tanto construir un proyecto de país más allá del recurso del momento.

Superar esta historia requiere dos caminos simultáneos: fortalecer las instituciones y diversificar la economía. Pero también exige algo más profundo, romper con la idea de que la educación es un gasto y no una inversión. Solo con capital humano calificado se pueden crear industrias nuevas, ciencia, tecnología, innovación, y con ello un país menos vulnerable.

Mientras no se logre ese cambio, seguiremos atrapados en el mismo patrón, un Estado que aparece solo donde hay algo que extraer, ciudadanos que no confían en sus instituciones y una educación incapaz de sostener un futuro distinto.

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Walberto Tardio es activista y estudiante de Derecho Ciencias Políticas y Sociales

Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.

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