Walberto Tardio Flores
Nos dicen que somos el futuro de Bolivia, pero la realidad es que nos han negado el presente. Buscar trabajo siendo joven en este país es como correr en una carrera donde la meta se aleja a cada paso. La precariedad, la informalidad y la falta de oportunidades nos cierran las puertas antes de siquiera tocarlas. No se trata de una percepción aislada o de casos puntuales; las cifras respaldan esta crisis. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en el primer trimestre de 2024, el desempleo juvenil alcanzó el 6,8%, una cifra que debería escandalizar a cualquier autoridad con verdadera vocación de servicio. Sin embargo, las soluciones reales siguen ausentes del debate público.
La paradoja es cruel: cada vez hay más jóvenes con formación universitaria, pero el mercado laboral los escupe con la exigencia absurda de experiencia previa. Es un círculo vicioso que el Estado no ha sabido —o no ha querido— romper. En su lugar, se normalizan los contratos temporales, la flexibilidad laboral que solo beneficia a los empleadores y la sobreexplotación en sectores informales. En Bolivia, ser joven y buscar empleo es enfrentarse a una estructura que privilegia la estabilidad de quienes ya están insertos en el mercado, mientras relega a la juventud a trabajos de baja remuneración, sin seguridad social ni perspectivas de crecimiento.
El problema no es solo económico, sino también social. La falta de oportunidades laborales impacta directamente en la independencia de los jóvenes, retrasando su autonomía y su contribución activa al desarrollo del país. La frustración y el desencanto crecen a medida que el esfuerzo académico no se traduce en mejoras en la calidad de vida. No es extraño, entonces, que el fenómeno de la migración laboral se intensifique: Argentina, Chile, Brasil y otros países se han convertido en los destinos preferidos de miles de jóvenes bolivianos que, lejos de querer abandonar su tierra, se ven obligados a hacerlo por falta de opciones.
Exportamos talento y esfuerzo a economías que están en crecimiento, mientras Bolivia sigue desperdiciando su bono demográfico. Aquí no falta capacidad ni ganas de trabajar. Falta voluntad política y un compromiso real con la juventud. No es suficiente con discursos esperanzadores o programas asistencialistas que maquillan las cifras sin resolver el problema de fondo. Urge una transformación estructural que garantice empleos dignos y bien remunerados, que fomente el emprendimiento con acceso real a financiamiento y que valore a los profesionales bolivianos en su propia tierra.
Las soluciones existen, pero requieren decisión. El gobierno debe priorizar la generación de empleo juvenil mediante incentivos reales para la contratación de jóvenes, la reducción de la burocracia para nuevos emprendimientos y la promoción de sectores estratégicos que puedan absorber mano de obra calificada. Además, es imperativo fortalecer la educación técnica y tecnológica, asegurando que las competencias adquiridas respondan a las demandas del mercado laboral actual.
Se acercan las elecciones generales, y la juventud observa con expectativa: ¿los candidatos priorizarán la empleabilidad juvenil o seguirán ignorando el problema? Porque si esta realidad no cambia, el mensaje es claro: en Bolivia, ser joven es un castigo y encontrar trabajo, un privilegio. Pero no podemos resignarnos. Es momento de exigir respuestas concretas, de transformar la indignación en acción y de hacer que la voz de la juventud sea escuchada en las urnas y en las calles. Solo así dejaremos de ser el futuro para convertirnos, de una vez por todas, en el presente de Bolivia.
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Activista y estudiante de Derecho Ciencias Políticas y Sociales.
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