En la mitología griega, la justicia era venganza de sangre. Si alguien mataba a tu padre, tú debías matarlo a él, y luego sus hijos a ti. Las encargadas de esta cadena interminable eran Las Furias, monstruos primordiales que perseguían sin descanso a los culpables. Esquilo, en Las Euménides, narra cómo la diosa Atenea interrumpe ese ciclo y crea el primer tribunal: el Areópago.
La justicia y la venganza han estado presentes desde tiempos inmemoriales, arraigadas y chocando constantemente en nuestra historia; confundiéndose y mezclándose entre sí, sacando lo peor de quien cree que hace justicia, y atrapando a la sociedad en círculos interminables donde los deseos de sangre se convierten en procesos injustos, corrosivos y devastadores, que terminan perforando lo más importante que sostiene a una comunidad: su confianza en la ley y en la dignidad humana.
Estos choques eternos son constantes en nuestras sociedades, y en muchas ocasiones prevalece la razón y la búsqueda de una justicia real; no una justicia para vengarse ni para cumplir con agendas políticas, sino para construir un país en paz, donde pueda reinar la razón en lugar de principios bárbaros que parecen, a veces, inscritos en nuestros genes y que colisionan a cada paso con nuestra capacidad de reflexión y criterio.
Imaginemos por un momento tener en nuestras manos el destino de quienes nos encarcelaron durante décadas. Es lo que enfrentó Nelson Mandela en los años noventa. En lugar de optar por tribunales parcializados, violencia o ejecuciones, Sudáfrica eligió, tras la caída del apartheid, el camino del Estado de Derecho. Al inaugurar la Corte Constitucional, Mandela defendió que los derechos fundamentales debían proteger incluso a los peores enemigos de la democracia. Aquella nueva Corte, compuesta por juristas y activistas de derechos humanos —muchos de ellos víctimas del apartheid, que había usado la pena de muerte como instrumento de represión racial— decidió declarar la pena capital inconstitucional, negándose a utilizar ese mismo instrumento como herramienta de venganza contra quienes en algún momento fueron sus verdugos.
Parece que es parte de la naturaleza humana desear que quien fue arbitrario experimente las consecuencias de sus propios actos. En la situación actual del país, con un Evo Morales derrotado, un Luis Arce encarcelado y la mayoría de sus ministros en silencio, es natural que gran parte de los bolivianos sienta un profundo deseo de venganza, por los innumerables abusos, ejecuciones, persecuciones políticas, represión, corrupción y por todo el sufrimiento que el pueblo continúa padeciendo.
Sin embargo, es precisamente en estos momentos cuando el Estado de Derecho debe prevalecer, y ese eterno círculo de venganza debe romperse de una vez por todas. Es fácil defender el debido proceso para el inocente, el amigo o el aliado político. El verdadero desafío ético de una sociedad reside en garantizar esos mismos derechos a quien, en la cúspide de su poder, se los negó sistemáticamente a los demás.
Puede parecer una injusticia —e incluso una ironía— brindar un juicio justo a quien gobernó mediante el abuso, la arbitrariedad y la violación de derechos humanos. Pero, aunque no lo parezca, no lo hacemos por ellos: lo hacemos por nosotros. Lo hacemos para preservar la mínima arquitectura institucional que ellos intentaron demoler. Al garantizar el debido proceso para el autoritario, no estamos defendiendo ni protegiendo a Luis Arce, Lidia Patty o Evo Morales; estamos protegiendo la esencia misma del Estado.
Utilizar la detención preventiva y reproducir las ya conocidas irregularidades del debido proceso boliviano —falta de notificación, aprehensión sin declaración, detenciones arbitrarias, entre otras— para enviar un mensaje o satisfacer la ira de un pueblo indignado con el antiguo régimen del MAS significa cosificar a las personas y convertirlas en simples instrumentos para mandar un mensaje.
Que tanto Arce como Lidia Patty hayan sido aprehendidos sin la posibilidad de declarar previamente, aunque existan disposiciones internas que lo permitan, resulta contrario al derecho internacional de los derechos humanos. Que se emitan mandamientos de aprehensión contra múltiples exautoridades justo después de la caída del MAS y el surgimiento de un nuevo gobierno no es señal de justicia ni de independencia; es señal de una nueva forma de sometimiento bajo un nuevo poder político. Que fiscales y jueces dispongan la detención preventiva como regla y no como excepción revela una pena anticipada que vulnera el principio de inocencia. Y que como sociedad aplaudamos estos abusos demuestra que estamos más cerca de los tiranos de lo que imaginamos.
Si queremos justicia en el país, si queremos salir de la crisis económica y abandonar este círculo de venganza, debemos comenzar por exigir justicia y debido proceso para quienes no lo respetaron; pedir justicia para quienes hicieron injusticia; pedir derechos humanos para quienes los vulneraron; y pedir respeto a la dignidad humana para quienes robaron la dignidad del pueblo boliviano. Solo así podremos construir una sociedad realmente justa.
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Franco Albarracín es experto en Derechos Humanos
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