¿Quién odia más a La Paz? ¿Los choferes o los mineros?
La sede de gobierno, nuestra querida Chuquiago Marka, es ya hace bastante tiempo el centro de concentración de protestas; el campo de batalla, el lugar de conflictos y pareciera que el nombre que tiene es el menos adecuado, al menos para quienes viven y/o trabajan en el centro de la ciudad.
Hace un par de semanas hubo un paro de transporte que, más que estar relacionado con el bienestar de la población, fue una demostración del poder que ostentan los choferes para paralizar la actividad de la ciudad. Esa pulseta de fuerzas involucraba al componente sindical del transporte urbano y a una concejala, hoy presidenta del legislativo edil, sobre quien no hay nada que destacar. Lamentablemente, para la ciudad, su participación resulta irrelevante si se considera desde una perspectiva de aportes objetivos en beneficio de La Paz.
Dicha actividad paralizó la ciudad tres días, perjudicó y puso en situaciones de vulnerabilidad e inseguridad a todos quienes tenían que llegar a su trabajo, a su lugar de estudios o a su pequeño negocio. Todos fuimos perjudicados; sumando los días de trifulcas nadie menciona el perjuicio a derechos fundamentales como la salud y la educación.
Estos individuos que bloquean las calles y hasta cometen actos vandálicos, ¿se habrán puesto a pensar cuántos niños logran acceder apenas a educación primaria y secundaria, incluidas deficiencias, y a eso ir sumando días de educación virtual donde no todos pueden acceder? ¿cuántas familias bolivianas tienen más de un hijo en edad escolar y cuentan por lo menos con una computadora e internet con las condiciones óptimas para pasar clases? ¿se imaginan la situación de aquellas mamás vendedoras de mercado o de caramelos ya perjudicadas en su sustento diario, con 2 o 3 hijos y solamente un celular que les permite el acceso al internet para las clases virtuales?
Muchos podrán calificar esto de exagerado. Sin embargo, la suma de días y conflictos para el libre tránsito abre más las brechas situacionales, y esto perjudica el desarrollo del país.
Por otro lado, está la salud. En particular, la salud mental se encuentra cada vez más afectada, en todas las edades y en todos los ámbitos. A ello se suman los problemas en la atención médica prehospitalaria y el traslado de pacientes en ambulancias, sin mencionar las dificultades para acceder a consultas médicas, estudios complementarios como radiografías, tomografías, toma de muestras o recogida de resultados laboratoriales, además de la distribución de insumos y medicamentos (los pocos que hay), entre otros.
Por ejemplo, una persona con diabetes que necesita controles y medicamentos, si no cuenta con un seguro de salud ni recursos económicos, tendrá que hacer largas filas para obtener una ficha médica, atravesar el sistema de referencias desde un centro de salud hasta la atención especializada en un hospital, y además requerirá al menos un estudio laboratorial. A todo esto, se suma la incertidumbre de que el personal de salud asignado pueda llegar efectivamente a su lugar de trabajo. Todo este panorama constituye un problema serio; no se trata simplemente de un paro de transporte motivado por una disputa entre transportistas y una concejala.
Las múltiples crisis en estos días son acompañadas del retrueno de dinamitas y calles sin libre tránsito, porque mineros de distintas cooperativas reclaman combustible y acceso a explosivos, reclaman quienes pagan menos impuestos, que tienen combustible subvencionado con tratos especiales y además contaminan sin ningún control, con consecuencias sobre la salud, inclusive para ellos mismos y sus familias por sus irresponsables procesos de extracción de minerales.
Vivimos en un estado de desgobierno. Nuestros derechos básicos, incluido el libre tránsito, son vulnerados constantemente, y ninguna autoridad —ni municipal, ni departamental, ni nacional— hace algo al respecto. La Policía está ocupada cumpliendo órdenes de aprehensión absurdas relacionadas con el pseudogolpe del 26 de junio del año pasado, pero no cumple con su deber más elemental: mantener el orden para que podamos circular libremente, y garantizar, al menos en lo mínimo, el acceso a la educación y la salud.
Mientras tanto, transportistas y mineros parecen gozar de una especie de “inmunidad”, y el resto de la población parece haber sido relegada a una categoría sin derechos, obligada a recurrir también a marchas y bloqueos para ser escuchada. O a esperar, quizás, hasta tener un gobierno real, uno que esté del lado de la gente, que haga cumplir las leyes y permita que vivamos con dignidad.
Reclamar y manifestarse es un derecho. Pero no lo es pisotear los derechos de los demás: a transitar libremente, a recibir atención en salud y a acceder a la educación.
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Cecilia Vargas es cirujana y docente universitaria
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