Pedro Portugal Mollinedo
Los doctos en psicología y psiquiatría han acuñado el término “síndrome de hubris” para designar el trastorno que afecta a personas que, en cualquiera de sus formas, ejercen el poder. Quienes exteriorizan ese síntoma exhiben falta de humildad y empatía en el ejercicio de sus funciones, que generalmente la compensan con altanería, petulancia y falso señorío.
Este síndrome es particularmente común y detestable en el ámbito político. Es ya lastimero el desfogue de poder en una escuela, empresa o institución, por ejemplo, para no calificar de horroroso ese desborde cuando se da en la administración de un Estado y la conducción de un país.
Podría aducirse que es un mal susceptible de aquejar a cualquiera. Dos de los elementos que contribuyen a limitar la vigencia de ese morbo en el ámbito político es el vigor de instituciones y la vigencia de normas, de leyes, de uso corriente y compatibles con la cultura y rutina social en determinada sociedad.
En el caso de Bolivia, la debilidad institucional es una tara que viene desde la época de la Colonia y la universalidad ante la Ley nunca ha sido lograda. La situación se empeora cuando –por las modas ideológicas y las exigencias políticas de allende nuestras fronteras– lo que es condición de construcción nacional y estabilidad estatal es concebida como escollo para la identidad y el libre ejercicio de la diferencia ciudadana.
Un caso paradigmático de quien padece de síndrome de hubris parece ser el ex presidente Evo Morales Ayma. La situación podría parecer chusca si no se tratara de una manifestación que compromete la estabilidad social y la solución de los problemas pendientes en Bolivia. Y es que Evo Morales no solamente ostentó ese síndrome cuando era presidente de Bolivia, sino que lo exhibe aún más como simple ciudadano, fuera de vínculo con el poder real en el país. Situación peligrosa, pues de la misma manera que la abstinencia puede desencadenar reacciones físicas y mentales en una persona con adicción que deja de consumir su droga, quien padece del síndrome de hubris sin tener un poder real –político, en este caso– puede desencadenar delirios y alucinaciones que finalmente pueden poner en riesgo la estabilidad y la tan necesaria paz social en Bolivia.
¿Cómo contener ese riesgo? ¿Cómo lograr que ese delirio sea controlado y no alentado, con los riesgos que conlleva? Desde ya, no habría alarma si el poder político en Bolivia fuese estable y seguro. No es el caso actualmente. El actual presidente parece confundido sobre las obligaciones que acarrea su cargo. Inscrito en una corriente que sufre a nivel continental mutaciones y necesarias actualizaciones –la del Socialismo del Siglo XXI– no puede ocupar el rol de gestión que dada las condiciones actuales debería ser necesariamente circunspecto, y se inscribe en el bloque de presidentes aferrados a la balsa que zozobra –Venezuela y Nicaragua, por ejemplo–. En realidad, su gestión debería estar más inspirada en la que desarrollan sus pares ideológicos en Colombia o Brasil, por no citar a Chile. Tal actitud parece determinada no necesariamente por una identidad ideológica, sino como un recurso para quitarle espacio internacional a su inopinado enemigo interno, Evo Morales.
Esa actitud parece obedecer, pues, a la incapacidad que tiene el actual presidente de resolver la oposición a su gestión, que no proviene de los contrarios políticos, sino de sus mismas filas partidarias. En estas circunstancias, ¿el “enemigo principal” de la oposición parlamentaria y ajena al MAS debería ser el actual administrador estatal o el enfermo aquejado de síndrome de hubris, que amenaza incendiar la casa común si no se le reconoce como único y legítimo propietario?
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Pedro Portugal Mollinedo es historiador, autor de ensayos y estudios sobre los pueblos indígenas, además de columnista en varios medios impresos y digitales.
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