El día después de la marraqueta

Opinión

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Sumando Voces

Misael Poper

Hace semanas que la marraqueta abandonó nuestras mesas, una Guerra del Chaco simbólica entre la tradición, la dependencia y la urgencia de repensar lo que comemos. Y, si nos ponemos tradicionalistas neocontemporáneos, ante la falta de este elemento básico en el diario vivir paceño, no queda otra que mirar lo que nuestros abuelos y abuelas nos enseñaron: revalorar los alimentos que siempre estuvieron ahí, igual de deliciosos e incluso superiores, utilizados hoy por emprendedoras y emprendedores que los transforman en productos de alto nivel.

La ausencia temporal de la marraqueta actúa como un espejo incómodo. Nos muestra hasta qué punto hemos construido nuestra cotidianidad alrededor de un cereal que no producimos y que, sin embargo, exigimos como si fuera parte inseparable de nuestro paisaje agrícola. La marraqueta, esa arquitectura perfecta entre corteza crocante y miga suave, se ha convertido en un símbolo emocional casi religioso, pero también en un recordatorio cruel: dependemos del trigo importado como si Bolivia fuera incapaz de alimentarse a sí misma. Cada variación del dólar, cada sequía en América del Norte, cada tensión internacional repercute directamente en nuestras panaderías. ¿Cómo puede un país con semejante biodiversidad seguir basando su identidad culinaria en un ingrediente que no controla?

Es aquí donde aparece el contraste más revelador. Mientras defendemos la marraqueta como si se tratara de un patrimonio inalterable, hemos despreciado durante décadas los granos que realmente nacen de nuestra tierra. Quinua, cañahua, amaranto y tarwi fueron reducidos al estereotipo de “comida de pobres” o “comida de indios”, hasta que el mercado global decidió que eran superfoods. Solo entonces Bolivia volvió a fijarse en ellos, pero lo hizo mirando hacia afuera, nunca hacia adentro. Esta contradicción demuestra cómo la modernidad mal entendida nos empuja a adorar lo importado y ocultar lo propio.

Sin embargo, las harinas alternativas no son un parche improvisado para tiempos de crisis. Son la oportunidad histórica que hemos pospuesto demasiado. La evidencia científica demuestra que los granos andinos no solo pueden complementar la harina de trigo, sino elevar el valor nutricional del pan que consumimos a diario. La quinua aporta más proteína; la cañahua, más antioxidantes y resistencia climática; el amaranto, dulzor natural; el tarwi, una potencia proteica capaz de sustituir parcialmente a las grasas. No hablamos de experimentos teóricos: hablamos de formulaciones probadas, estudios completos, empresas que ya producen harinas certificadas y panaderías que podrían empezar mañana mismo a incorporar un 10 o 15% de estos ingredientes sin alterar dramáticamente la textura o el sabor.

Pero la verdadera resistencia no es técnica: es cultural. La marraqueta se ha vuelto intocable, como si modificarla implicara traicionar la esencia paceña. Esa postura ignora una verdad fundamental: las tradiciones que no se renuevan se fosilizan. ¿Qué es más auténtico para Bolivia: aferrarse a un pan hecho con trigo extranjero o abrirse a un pan que incorpora cultivos milenarios del altiplano? La identidad no se defiende repitiendo el pasado, sino adaptándolo inteligentemente.

Volver a los granos andinos no es un capricho ni un acto de nostalgia. Es una decisión política y ética. Significa aceptar que nuestra alimentación no debe depender de los caprichos del mercado global, sino de lo que brota de nuestros suelos y de las manos campesinas que sostienen el 96% de la producción nacional. Significa dejar de ser consumidores pasivos para convertirnos en actores conscientes que entienden que la soberanía alimentaria empieza en el plato.

El consumidor boliviano tiene un papel determinante en este cambio. Durante años hemos exigido pan perfecto, blanco, barato y abundante, sin cuestionar el costo oculto de esa comodidad: precarización del agricultor, pérdida de biodiversidad, dependencia del trigo importado y renuncia a nuestra propia memoria alimentaria. La soberanía no se defiende en discursos ni en leyes, sino en las decisiones de compra que tomamos cada mañana.

Si la marraqueta desapareciera por completo, aunque sea impensable para muchos, no sería una tragedia cultural; sería una oportunidad para abrir un debate necesario. Un debate que invite a mirar las terrazas agrícolas del altiplano, los valles fértiles, las semillas nativas que perduran desde tiempos preincaicos. Un debate que reconozca que la innovación gastronómica más auténtica no copia modelos extranjeros, sino que reinterpreta con criterio y sensibilidad lo que siempre ha sido nuestro.

La marraqueta andina, con quinua, cañahua, cebada o amaranto, no es un reemplazo forzado, sino una evolución natural. Es una forma de afirmar que la identidad boliviana no está en lo que importamos, sino en lo que sembramos. Es una invitación a romper el mito de que sin trigo no hay pan, y de que sin pan no hay Bolivia.

Quizá ha llegado el momento de dejar de defender tradiciones vacías y empezar a defender aquellas que realmente nacen del territorio que pisamos. Porque en cada grano andino hay más historia, más resiliencia y más futuro que en cualquier saco de trigo importado. Y porque, al final, revalorar lo nuestro no es mirar hacia atrás: es comenzar, por fin, a mirar hacia adentro.

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Misael Poper es activista

Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.

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