No es irracional que, tanto en los países industrializados como en vías de desarrollo, la juventud no vea atractivo el trabajo agrícola. Si partimos de esa premisa, surge una pregunta obligada: ¿quién producirá los alimentos para millones de habitantes de la Unión Europea, China o los países ricos de Medio Oriente?
En la Unión Europea, por ejemplo, solo alrededor del 12 % de los productores agrícolas tiene menos de 40 años (Comisión Europea), un indicador del envejecimiento rural que dificulta la renovación generacional y abre brechas para la importación masiva de alimentos, desincentivando la producción local con precios bajos. Este escenario no ocurre de manera aislada: forma parte de un reordenamiento global del sistema agroalimentario que beneficia a ciertos actores y desplaza a otros.
En esa lógica de búsqueda de tierras y ventajas competitivas, los inversores agroindustriales miran hacia los países de África por su fragilidad política y hacia América Latina en especial los países de la cuenca amazónica por los altos niveles de corrupción sistemática que pueden favorecer sus intereses. Así se configura un mapa donde la presión sobre ecosistemas y comunidades se vuelve parte estructural del negocio.
La expansión del agronegocio, con soya, palma, caña y ganadería extensiva, tiene consecuencias directas en nuestros bosques y en la vida de las comunidades indígenas. En Bolivia, los registros oficiales y estudios satelitales muestran que millones de hectáreas han sido afectadas en los últimos años por deforestación y fuegos intencionales asociados a la apertura de tierras para agricultura y ganadería. En 2023 el Gobierno boliviano reportó más de 3,3 millones de hectáreas quemadas durante la temporada de incendios; en 2024 los incendios alcanzaron dimensiones históricas y se estimaron hasta 10 millones de hectáreas afectadas en informes de prensa y monitoreos internacionales, con fuerte impacto en Santa Cruz y Beni. Estos datos evidencian que no se trata de eventos aislados, sino de un patrón vinculado al avance del modelo agroexportador.
Algo similar ocurre en otros sectores orientados al mercado externo. Un ejemplo contundente es la floricultura ecuatoriana, una industria centrada en la exportación principalmente de rosas que requiere aplicaciones intensivas de agroquímicos para garantizar calidad y estandarización según las exigencias de Europa y Norteamérica. Análisis de residuos en flores han identificado decenas de compuestos, y estudios biomédicos muestran la exposición de trabajadores y comunidades cercanas. Las afectaciones a la salud están documentadas: exceso de abortos espontáneos entre trabajadoras y alteraciones neuroconductuales en niños expuestos por vía ambiental o por residuos traídos a casa en la ropa. En resumen, la floricultura orientada a la exportación concentra grandes beneficios en manos de las empresas, mientras deja a su paso graves consecuencias sanitarias. A la vez, los ingresos que perciben estas familias resultan extremadamente bajos frente a las ganancias generadas.
Volviendo a Bolivia, la apertura de mercados hacia Rusia y China para la carne bovina que en 2023 alcanzó un récord de 200 millones de dólares estadounidenses (IBCE) coincidió con años de fuerte presión sobre la tierra y episodios masivos de quema y desmonte en regiones agropecuarias como Santa Cruz. La lógica es clara: la exportación rentable exige más hectáreas, lo que incrementa la demanda de desmontes y el uso del fuego para habilitar pasturas y campos de cultivo. En la práctica, los grandes beneficiados son los frigoríficos y los grupos agroindustriales con capacidad logística y acceso a los mercados internacionales; los perjudicados son los pequeños productores que no pueden integrarse a estas cadenas, las comunidades indígenas y el medio ambiente.
En la agricultura, el uso intensivo de agroquímicos (como glifosato y 2,4-D) en cultivos para exportación soya, maíz, caña, plantea riesgos para la calidad del agua, los suelos y la salud humana.
¿De qué sirve exportar si dejamos atrás hábitats destruidos, fuentes de agua contaminadas y comunidades enfermas? ¿Qué sentido tiene el crecimiento económico si exhibe enormes externalidades ambientales y sociales? Es urgente exigir transparencia: estadísticas públicas desagregadas por producto, volumen, puerto de salida y destino; datos que permitan cuantificar cuánto se produce, cuánto y que empresas exportan, y que revelen la sostenibilidad real de estas cadenas productivas. Asimismo, se requieren estudios de instituciones estatales sobre los efectos de los agroquímicos y semillas genéticamente modificadas en los suelos, fuentes de agua y salud. Sin esa información, la rendición de cuentas es imposible y la narrativa del “desarrollo” puede ser fácilmente capturada por intereses particulares.
Frente a este panorama, la sociedad civil y el Estado deben actuar: reforzar la trazabilidad de exportaciones, restringir prácticas agrícolas de alto impacto ambiental y promover políticas que incentiven modelos productivos sostenibles.
Si no cambiamos de rumbo, los únicos beneficiados partirán con sus millones de dólares a otro país, dejando atrás tierras estériles, comunidades indígenas mermadas y una Amazonía cada vez más exhausta, con generaciones de bolivianos privados de un futuro.
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Rubén Ticona Quisbert es economista y activista del Colectivo Lucha por la Amazonia
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