En Bolivia, hablar de política se ha vuelto un ejercicio complejo y desgastante. No por la riqueza del debate, sino por la carga de agresividad, desconfianza y descalificación que lo rodea. Expresar una opinión, cuestionar al poder o simplemente adoptar una postura distinta puede generar represalias simbólicas o reales: desde ataques en redes sociales y estigmatización mediática, hasta amenazas, procesos judiciales o violencia física. Esta polarización, que atraviesa no solo a los actores políticos sino también a amplios sectores de la sociedad, ha convertido al disenso en sospecha y al pensamiento crítico en un riesgo.
La polarización que atraviesa la vida pública no es nueva, pero se ha intensificado en la antesala electoral y en un contexto de conflicto institucional permanente. El problema no es solo el desacuerdo —que es natural y necesario en democracia—, sino la forma en que se lo gestiona: estigmatizando, persiguiendo o silenciando a quienes no encajan en la lógica binaria del “estás con nosotros o contra nosotros”.
Periodistas, defensores de derechos humanos, activistas ambientales, líderes indígenas y voces ciudadanas independientes son blanco constante de hostigamiento. Se les acusa de “hacer política” como si eso los deslegitimara, mientras se omite el hecho de que defender derechos es una forma legítima —y urgente— de hacer política desde la sociedad civil.
Los discursos de odio, la desinformación organizada y la criminalización de la protesta son expresiones del mismo fenómeno: la reducción del otro a enemigo. En este clima, las libertades fundamentales —como la libertad de expresión, la libertad de reunión o el derecho a defender derechos— dejan de ser universales para convertirse en privilegios selectivos que dependen del bando al que se pertenezca.
Lo más preocupante es que este tipo de violencia no siempre deja huellas visibles. A menudo opera como censura previa, como miedo, como autoexclusión del debate público. Y ese es un costo difícil de cuantificar, pero profundo y duradero.
En tiempos electorales, se necesita más que nunca una ciudadanía activa, crítica y plural. Pero para que esa participación sea real, primero hay que garantizar las condiciones mínimas: seguridad, respeto y libertad.
Defender el derecho a disentir no es un lujo ni una provocación. Es una necesidad democrática. En un país con heridas abiertas y desafíos urgentes, necesitamos más voces, no menos; más debate, no más silencios.
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