Crónica sobre el machismo indígena escrita por una desertora de las becas de la ONU

Derechos Humanos

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Sumando Voces

Ángela Uzuna Bobarin durante la beca de la ONU. Foto: Cedida por la autora

Angela Uzuna Bobarin

“A mí no me gusta que mi hija sea tu empleada”, fue la célebre frase del líder indígena aymara boliviano, Felipe Quispe Huanca, más conocido como El Mallku, cuando le preguntaron qué motivaba su lucha en 1992. En su momento, representó una profunda crítica al racismo y a la discriminación que sufrían los pueblos indígenas en Bolivia. Si bien con el paso de los años los pueblos indígenas han avanzado en el reconocimiento de sus derechos individuales y colectivos, la situación de muchas mujeres indígenas no ha mejorado en todos los territorios. Aunque el movimiento indígena ha luchado por el derecho al autogobierno y a la autodeterminación sobre sus territorios, poco o nada se habla del machismo indígena que se perpetúa dentro de las comunidades bajo el título de “usos y costumbres”. Ahora bien, cuando una mujer indígena, con gran esfuerzo, logra enfrentar estos mandatos impuestos en sus comunidades, el Estado, los partidos políticos y muchas organizaciones internacionales suelen instrumentalizarla para afirmar que se está avanzando en el “empoderamiento de las mujeres indígenas”.

Soy Ángela Uzuna Bobarín, quechua, abogada no grata para el machismo, hija de una empleada doméstica, nieta de un abuelo campesino-minero y de una abuela indígena tejedora. Soy natural de la sección Canterías, de la comunidad de Karachipampa del municipio de Potosí, Estado Plurinacional de Bolivia. Desde allí aprendí a nombrar el mundo y también a resistirlo.

Nací a los pies de un cerro conocido como el Cerro Rico de Potosí, al que mi abuela llamaba Waca. Para los pueblos indígenas, los cerros y los ríos tienen vida. Para muchas comunidades asentadas alrededor del Cerro Rico, esta cerra es una “waca sagrada”, es decir, una deidad viva. Yo crecí mirándola cada día, escuchando historias sobre cómo nos cuidaba y cómo aún no moría a pesar de tanta explotación minera, porque su pareja, el cerro que está a su lado y que se llama Kari Kari, le enviaba mineral por las noches en hormigas y vizcachas, para que ella no muriera.

En mi niñez, como muchas niñas indígenas, sufrí múltiples violencias que no sabía reconocer ni nombrar, pero que igualmente me causaban una tristeza que no lograba identificar. Años después encontré un camino de sanación y de lucha en Mujer de Plata, la primera y única colectiva feminista de Potosí, de la cual soy cofundadora. Con mis hermanas aprendí a ponerle nombre a esas violencias y a enfrentarlas, a transformar el dolor en denuncia y el silencio en voz colectiva.

Como mi madre no se casó y decidió criarme sola, nunca tuvo derecho a una parcela. En las comunidades indígenas y campesinas, que una mujer no se casara y criara sola a sus hijxs era, hasta hace poco, muy mal visto. Se las castigaba expulsándolas de la comunidad mediante un señalamiento social ejercido tanto por hombres como por mujeres. A las wawas se las llamaba “huérfanxs” o “bastardxs”, según la crueldad de quien usaba el término, y nos tocaba crecer en medio de sesgos, prejuicios y violencias.

Mi madre, que soñaba con un mejor futuro para mí, se dedicó a trabajar como empleada doméstica y me dio la mejor educación y crianza que pudo dentro de sus posibilidades. Gracias a su esfuerzo logré estudiar Derecho y graduarme como abogada en la gestión 2015. Pese a la condena social de la comunidad, continué viviendo con mis abuelos maternos, a quienes les debo no haber perdido mi identidad indígena ni mi conexión con la pacha y con la memoria de mis ancestros y ancestras.

Mi abuela Mamanchis era hija única y no reconocida por su padre; por eso solo llevaba el apellido de su madre. Fue parte del sistema de pongueaje en la hacienda de Karachipampa. Mujer de pollera, fuerte y bondadosa, se encargó de transmitirme la memoria oral de nuestros pueblos: cuentos, tejidos, costumbres y secretos. Le gustaban mucho los aretes y los anillos. De ella heredé el gusto por contar historias. Soñaba con aprender a leer y escribir, y siempre que podía me decía que estudiara, que el único camino para mejorar la vida de las mujeres era el estudio.

Mi abuelo, también parte del pongueaje, era un hombre serio y soberbio. Aprendió a leer y escribir gracias a su padre. Cuando estaba de buen humor, me contaba historias de viajes que hacía desde el altiplano a los valles para realizar el trueque de alimentos, práctica común en las comunidades indígenas. A veces, cuando nadie más lo escuchaba, me hablaba de las hazañas del Mallku y de las ideas del indio Fausto Reinaga. Sabía tocar muy bien el charango y disfrutaba de los huayños. De él heredé el gusto por cantar en quechua. El huayño que más recuerdo decía: “Kawsaqtiy kan kawsallaytaq, wañujtiy wañupullaytaq, pipis maypis munasuqtin sunqun kutichipullaytaq” (Si yo vivo, tú vives; si yo muero, tú mueres; donde sea que alguien te quiera, devuélvele el corazón).

Cuando mis abuelos fallecieron, los hermanos de mi madre mantuvieron el castigo social que le habían impuesto años antes: ni ella ni yo tendríamos derecho a una parcela.

Con mucho esfuerzo y múltiples obstáculos logré graduarme como abogada en un sistema universitario colonizado, que desconocía el pluralismo jurídico de los pueblos indígenas. Una malla curricular basada en el derecho latino y romano nos imponía, a la fuerza, el abandono de los conocimientos comunitarios bajo el argumento de la célebre frase repetida por muchos jurisconsultos: “la ley no se discute, se cumple”. Así aprendí a ejercer un derecho procedimental, cargado de teorías y conceptos eurocéntricos que no respondían a nuestras realidades, pero que debía cumplir para poder ejercer la profesión.

Pese a ello, junto a un gran amigo impulsamos un estudio jurídico libre e independiente: libre de cargos públicos que nos obligaran a responder al sistema e independiente de cualquier botín político-partidario. Promovimos la democratización del conocimiento jurídico con un lenguaje sencillo, una atención personalizada y una escucha activa, para que las personas comprendieran sus casos y su experiencia en el sistema judicial no fuera tan pesada. En complicidad con Mujer de Plata, organizamos los Estudios Jurídicos Callejeros y explicamos los derechos en términos simples, muchas veces en quechua, para quienes no entendían bien el castellano. Estas experiencias me llevaron al Ayllu Jesús de Machaca, del cual mi abuela pudo haber sido parte si hubiera sido reconocida por su padre, al menos eso cuentan algunos ancianos del lugar.

El Ayllu Jesús de Machaca está ubicado detrás del Cerro Rico y, ancestralmente, parte de este cerro formaba parte de su territorio. Volví a conectarme con la Waca, esta vez con la oportunidad de defenderla con mis conocimientos. Las autoridades del ayllu me contactaron para acompañarlos en procesos de defensa de su territorio y de las lagunas que forman parte del circuito del Kari Kari. Mi abuela solía contar que cuando la Waca comenzó a ser explotada por los españoles, su pareja, el Kari Kari, lloró tanto que de sus lágrimas nacieron todas las lagunas del lugar. Esta vez me correspondía a mí defenderlas mediante litigio estratégico.

Convivir en el Ayllu  del que pudo haber sido mi abuela, esta vez como asesora legal, tuvo para mí un profundo significado de conexión con mis ancestras. Sin embargo, también fue duro reconocer que, a pesar de los años, las mujeres seguían sin acceso al territorio y que a las hijas de madres solteras aún se nos llamaba “huérfanas”. Además, las mujeres continuaban cargando con las labores domésticas y de cuidado sin reconocimiento alguno. En las reuniones algunas mamathallas me contaban con total naturalidad que se levantaban a las cuatro de la mañana para cumplir con todas las tareas del hogar, y que las niñas y adolescentes seguían destinadas a atender a sus hermanos varones. Muy pocos, hombres o mujeres, habían logrado cursar estudios universitarios porque desde temprana edad eran obligados a trabajar. “Nos han obligado a ser mineros”, decía doña Marcelina Tapia en una de sus intervenciones, al defender el territorio frente a la contaminación minera. Las mujeres no podían afiliarse y sus voces no eran tomadas en cuenta.

Durante años, los pueblos indígenas hemos intentado recuperar el derecho a vivir en paz dentro de nuestros territorios, hoy vinculado a la libre determinación y al autogobierno sobre ellos. Sin embargo, me pregunto: ¿de qué sirve que, en un futuro utópico, logremos el pleno ejercicio de la autodeterminación, si la violencia machista continúa perpetrándose y normalizándose en nuestras comunidades? ¿Vale la pena luchar por un autogobierno en el que se siga normalizando la violencia contra las mujeres? ¿Un autogobierno en el que las mujeres sigamos sin tener derecho a una parcela? ¿Un autogobierno en el que se nos castigue en nombre de los “usos y costumbres”?

Tomando como ejemplo la frase del Mallku yo me replanteo esta frase bajo la siguiente pregunta: ¿qué sentido tendría que un día consigamos un autogobierno para que nuestras hijas no sean empleadas de los k’aras, si de todas formas siguen siendo empleadas de sus padres, hermanos y esposos? ¿De qué serviría un autogobierno que minimiza nuestras voces y que solo nos da derecho al territorio si nos casamos con un hombre?

Desde ahí cuestiono el machismo indígena, que continúa arraigado en nuestras comunidades y nos priva de derechos como el de ejercer un cargo sin estar casadas, lo que tiene una relación directa con lo que ocurre a nuestra Waca. Porque, al igual que las mujeres del territorio, ella también es saqueada y violentada todos los días por las cooperativas mineras.

Una de las mujeres que más marcó mi vida en este camino fue Marcelina Tapia. Ella fue elegida como autoridad de su comunidad no por mérito, sino como castigo a su esposo por incumplir con los usos y costumbres. Sin embargo, Marcelina transformó esa designación en una oportunidad para impulsar la defensa del territorio frente a los ingenios mineros y los pasivos ambientales, naturalizados en los pueblos indígenas de Potosí. Inspirada en su fuerza, desde 2021 acompañé esa lucha mediante el asesoramiento legal que brindábamos como equipo jurídico de Mujer de Plata. Fueron cuatro años de resistencia, de los cuales nacieron varios procesos constitucionales y penales contra autoridades indígenas y comunarios, y también contra mí. La división promovida por las empresas dentro del Ayllu y la comunidad me afectó profundamente, sumada a un proceso constitucional en mi contra, con la clara intención de fundamentar un proceso administrativo que me impida ejercer la abogacía y así neutralizar la defensa jurídica del Ayllu Jesús de Machaca en la justicia ordinaria.

Estas experiencias, frente a un aparato judicial altamente corrupto y burocrático, me llevaron a buscar otros caminos y medios para mejorar la defensa del territorio. Esta búsqueda me condujo a procesos de formación como la ProDESC, a la cual agradezco mi aprendizaje en litigio estratégico. Sin embargo, las estrategias no eran suficientes. En consultas con autoridades indígenas se planteaba acudir a instancias internacionales. Fue entonces cuando se presentó la oportunidad de participar en el Programa de Formación en Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas, promovido por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, del cual me enteré gracias a ProDESC. Las probabilidades eran mínimas, pues conocía poco de esos espacios, pero la esperanza era alta, como la altura en la que vivo, a 4.400 metros sobre el nivel del mar. Como dice Gerardo Arias en su canción Sangre Andina: “Yo vivo cerca de las montañas, cerca del cielo, cerca del sol…”.

Me encomendé a la pacha, a mi abuela, a la Waca y a mis ancestras, a Dios y a los santos, para ser aceptada en esta beca. Sentada frente a la ventana del cuarto que construí con un préstamo bancario para darle mayor comodidad a mi madre, que tanto había sufrido, miraba a la Waca. Le hablaba, le confesaba mis preocupaciones y le decía que debía de ser muy triste que el Kari Kari le enviase mineral solo para que no muriera.

Tras un largo proceso de selección, recibí la noticia: fui aceptada. Sería parte del Programa de Formación en Pueblos Indígenas en la Universidad de Deusto y posteriormente en Naciones Unidas. Era una esperanza para continuar la lucha.

El 3 de mayo de 2025 partí rumbo al País Vasco, en España. Llegué con ilusión y con la convicción de estar cumpliendo un sueño colectivo, no solo personal. La universidad era magnífica, con docentes de gran nivel y compañeros y compañeras de diversos pueblos indígenas y contextos. Allí sentí que podía tejer nuevos lazos y construir aprendizajes que luego llevaría a mi comunidad. Pero lo que parecía un espacio de encuentro pronto se convirtió en un terreno de violencias.

En ese lugar que debía ser de aprendizaje y cuidado mutuo, comencé a vivir una violencia inesperada y dolorosa. El agresor no era un extraño: era un compatriota, se identificó como el cacique del pueblo Mojeño Trinitario y parte de la CIDOB, hombre mayor de 50 años, también becario del mismo programa. Desde el inicio marcó conmigo una relación de hostigamiento constante, disfrazada de chistes y comentarios normalizados y tolerados por el grupo, compuesto en su mayoría por mujeres.

Despreciaba mis intervenciones en clase, burlándose de mis aportes sobre derechos y pueblos indígenas. Hacía comentarios denigrantes sobre los cuerpos de las mujeres indígenas de tierras altas, como por ejemplo: “¿Saben por qué los kollas no tienen relaciones con sus mujeres? Porque no se bañan”. Yo  respondía a sus intervenciones con un lenguaje crítico e interpelador, lo que generaba incomodidad en el grupo.

En más, de una ocasión realizó gestos y señas con connotación sexual, violencias simbólicas que denuncié desde el principio. La respuesta que recibí fue silencio, justificación y minimización. Algunas compañeras decían que había que comprenderlo “porque era mayor” o que yo no debía responder a sus comentarios. Con cada día que pasaba, el ambiente se volvía más hostil. Empecé a alejarme del grupo para evitarlo, aunque eso significara aislarme y enfrentar en soledad la lejanía de mi hogar.

La violencia no era solo personal, también era política. El cacique insistía en marcar una división entre indígenas de tierras altas y de tierras bajas, una fractura histórica que siempre he intentado superar en mi trabajo y mis luchas colectivas. En sus palabras, yo representaba a los pueblos que “protegían” a Evo Morales, y por eso me colocaba como enemiga. Esa mirada colonial y patriarcal, cruzada por racismo interno y machismo estructural, se volvió en contra mía como una arma cotidiana.

En el mes junio, Bolivia reportó enfrentamientos entre policías y bloqueadores afines a Evo Morales que terminaron con la muerte de dos policías, seguramente también con ascendencia indígena. Nuevamente los discursos de odio volvieron a las calles y redes sociales: “esos indios”, “esos salvajes”, “esos masistas”. Se volvía a asociar lo indígena con el masismo, una idea que siempre cuestioné, como también lo hacía Toribia Lero al recordarnos que: “ser indígena no es lo mismo que ser masista”. El odio se propagó tanto que algunos ayllus del norte de Potosí pidieron disculpas por hechos de los cuales no eran totalmente responsables, en esa práctica tan común de pedir perdón aunque no se haya cometido falta.

Ese discurso de odio era replicado por el cacique mojeño en mi contra: “los indígenas de tierras altas son narcotraficantes”. Yo lo interpelaba, pero cada día me afectaba más. No perdía oportunidad de molestarme: sutiles empujones en el aeropuerto cuando nos trasladamos de España a Suiza, insinuaciones en voz alta. Solo paraba cuando me mantenía alejada del grupo.

La situación empeoró cuando el programa se trasladó a Suiza. Allí, la lejanía de mi hogar, el choque cultural y la barrera del idioma me obligaron a reintegrarme más al grupo, lo que significaba volver a compartir espacio con mi agresor. Fue entonces cuando la violencia se volvió insoportable.

Intentaba resistir, pero mi cuerpo comenzó a hablar por mí. Lloraba cada noche, dejé de comer bien, mi salud se deterioraba. Sentía miedo de salir a la calle y prefería quedarme encerrada en mi habitación, sola, preguntándome por qué me estaba pasando aquello en un espacio que debía ser seguro.

Por mi experiencia en Mujer de Plata, sabía cómo acompañar a mujeres en situación de violencia, y lo que yo vivía era violencia: una violencia normalizada y justificada. El consejo que siempre daba a las hermanas era salir del espacio que no fuera seguro. Por eso, en muchas ocasiones conseguimos cuartitos en alquiler para que dejaran los círculos de violencia. En mi caso, quise abandonar el programa porque mi cuerpo ya no podía más.

Cuando decidí hablar con la coordinación, reviví las experiencias de tantas mujeres que acompañamos en estrados judiciales. Me escucharon como esos funcionarios públicos que fingen interesarse, pero no entienden nada de lo que una vive. Cuando me preguntaron cómo podían ayudarme, respondí que se hablara de violencias machistas indígenas en los grupos y pedí que conversaran con mi agresor. Asumieron el compromiso con la misma ligereza con la que en Bolivia muchos fiscales juran buscar la verdad y la justicia: en la práctica, no les importó lo que yo estaba viviendo.

Indigenous Peoples no es igual a Pueblo Indígena

Para el líder indígena aymara-quechua Fausto Reynaga, el indio en América Latina no debía ser integrado al mundo “mestizo-blanco”, sino imponerse en su propia tierra con un sistema de valores propio, inspirado en los principios del imperio incaico y sostenido en el Sumaq Kawsay – el Buen Vivir.

Para los pueblos quechuas y aymaras, el Sumaq Kawsay está estrechamente ligado al derecho a vivir en paz. Este derecho, junto a dicho principio, está profundamente relacionado con la autonomía y la libre determinación sobre nuestras tierras y territorios. Esto se debe a que, desde hace más de 500 años, fuimos despojados de nuestras tierras debido a los recursos naturales que en ellas existen, los cuales hoy son administrados por el Estado.

El 9 de junio de 1998, la comunaria Josefina N.N. (nombre ficticio), de la comunidad de San Cristóbal en la provincia Nor Lípez del departamento de Potosí, fue desplazada junto a toda su comunidad para que la Empresa Minera San Cristóbal S.A. pudiera explotar complejos minerales de plomo, plata y zinc. Durante la firma del convenio de traslado de la comunidad, se le escuchó decir: “Le pido al presidente que nos lleven a un lugar donde no vivamos encima de algún recurso natural”.

Por su parte, el Tata Pasiri Camilo Torrez, del Ayllu Jesús de Machaca, cuenta: “Ya me estoy haciendo viejito esperando agüita para mi comunidad”. Él relata que desde pequeño, su abuelo, su padre y ahora él mismo han luchado para acceder al uso del agua de sus lagunas. Sin embargo, como el Estado es el único dueño de los recursos naturales dentro de los territorios indígenas, otorgó concesiones hídricas a favor de una empresa privada llamada AAPOS S.A., que prohíbe a los comunarios utilizar libremente el agua de estas lagunas.

A partir de estos dos ejemplos, quiero recordar que nuestra resistencia por el derecho a la libre determinación siempre ha sido constante, porque está vinculada al derecho a vivir en paz.

Vivir en paz, para nosotros, significa algo profundo. No es simplemente la ausencia de guerra o de conflictos armados. Es poder vivir con dignidad, sin miedo a perder nuestras fuentes de agua, sin ver a nuestros ríos y lagunas convertidos en desechos tóxicos, sin que se nos niegue el acceso a lo que nos corresponde por derecho ancestral. Vivir en paz es tener la libertad de decidir cómo queremos habitar nuestra tierra, cómo queremos cuidar el territorio que nos da vida. En nuestras palabras, eso es el Sumaq Kawsay: el Buen Vivir. Y traducido al lenguaje de los derechos humanos, es el derecho a vivir en paz.

Ahora bien, recordemos que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se creó en 1945, después de la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de mantener la paz y la seguridad internacionales, fomentar la cooperación entre naciones y promover los derechos humanos.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, y ratificada por la mayoría de los Estados miembros, garantiza la universalidad de los derechos individuales. En analogía, los principios de “universalidad” e “igualdad” deberían también comprender a los pueblos indígenas. Sin embargo, en la práctica, ese derecho no ha sido plenamente ejercido por nuestros pueblos.

Cuando inicié mi formación en la Universidad de Deusto, uno de los primeros temas que abordamos en la agenda académica fue cómo los pueblos indígenas llegaron hasta la ONU para exigir a los Estados miembros el reconocimiento de sus derechos. Esta lucha comenzó en 1982 con la creación del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas y concluyó con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada por la Asamblea General en 2007. Tras un largo proceso de negociaciones, este documento fue aprobado, reconociendo los derechos colectivos e individuales fundamentales de los pueblos indígenas, como el derecho a la libre determinación, la autodeterminación y el autogobierno.

Para muchos autores, el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas es el derecho colectivo a decidir libremente su condición política, su desarrollo económico, social y cultural, y a gobernarse autónomamente en sus asuntos internos. Sin embargo, para nosotros, este derecho tiene una estrecha relación con el Sumaq Kawsay – el Buen Vivir – de cada pueblo indígena.

A partir de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas y gracias al trabajo colectivo de numerosos representantes indígenas y no indígenas, las Naciones Unidas han implementado recursos y espacios para promover nuestros derechos. Entre ellos, el Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, que facilita la participación indígena en la ONU; el Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, que es un experto independiente encargado de promover y proteger estos derechos; y el Mecanismo de Expertos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Además, se han promovido espacios de formación como talleres, encuentros, cursos y foros, muchos de ellos financiados por el Fondo Monetario Internacional.

Gracias a esta promoción de derechos, fui beneficiada con una beca del Programa de Formación en Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas, impulsado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Este programa nos permitía participar en el Foro del Mecanismo de Expertos en Pueblos Indígenas, en Ginebra, Suiza.

Cuando llegué a este espacio, tenía la esperanza de encontrar en la ONU herramientas y respuestas para continuar la lucha que llevamos adelante en el territorio contra la contaminación minera y en defensa de nuestro derecho a vivir en paz. Sin embargo, me encontré con un espacio muy distinto al que había imaginado, especialmente para los pueblos indígenas, acompañado además por un proceso de violencia que estaba sufriendo por parte de un compatriota.

Para empezar, los idiomas oficiales de la ONU son seis: árabe, chino, español, francés, inglés y ruso. Estos seis idiomas, irónicamente, son los de los países que mataron y colonizaron a muchos pueblos indígenas. Solo podíamos usar uno de ellos para ser escuchados. En nuestro caso, el inglés era predominante, pues la mayoría de las exposiciones se realizaban en ese idioma. Esto me colocaba en desventaja al momento de intervenir y posicionar lo que tenía para denunciar. La única frase que entendía y escuchaba constantemente era “Indigenous Peoples”, que en inglés significa “pueblos indígenas”. Las veces que había traducción, muchas palabras se confundían; por ejemplo, en lugar de “indígena” a veces se utilizaba “aborigen”, término que para los pueblos indígenas de América Latina resulta ofensivo por la carga histórica que arrastra de la colonización.

Las reuniones con los expositores del programa se desarrollaban en un espacio con cuatro mesas largas que nos obligaban a sentarnos frente a un compañero, impidiendo ver al resto. Era un salón rectangular con una mesa principal desde donde los expositores “nos educaban en derechos humanos”. Para mí, este ordenamiento era profundamente simbólico, pues transmitía un mensaje de superioridad y jerarquía. Mi incomodidad aumentó cuando una de las expositoras habló de “educarnos en derechos humanos”, considerando que estos derechos fueron escritos y propuestos desde una mirada occidental e individualista, que en muchos casos anula los tejidos sociales y los derechos colectivos. La defensa de los derechos humanos, desde la mirada indígena, debe ser crítica e interpeladora, ya que esos derechos individuales muchas veces han intentado desarticular nuestras luchas colectivas.

Otro aspecto fue el límite impuesto en las intervenciones: no debían superar un minuto y debían concentrarse en un tema específico. Durante más de dos semanas fuimos “entrenados” para intervenir en el Foro del Mecanismo de Expertos en un tiempo máximo de tres minutos. Me sorprendió ver a representantes indígenas orgullosos de resumir sus intervenciones y limitarse a un único tema. De mis tatas del Ayllu aprendí que los pueblos indígenas nos regimos por un principio de unidad al resolver o exponer nuestros conflictos. Es decir, en nuestros procedimientos propios no fragmentamos los conflictos por materias, como en la jurisdicción ordinaria. Cuando un conflicto llega a nuestra justicia, lo que se busca es resolver el conjunto de hechos que lo originan, y no dividirlo en ramas, porque eso lo complica y no contribuye al Allin Kawsay. Nuestros pueblos dialogan en tiempos largos para alcanzar soluciones verdaderas.

Otro fenómeno que observé en esos días fue la competencia entre hermanos y hermanas por convertirse en representantes o portavoces de un tema en específico. Esta competencia era promovida por la propia coordinación, que tenía la potestad de decidir quién podía ocupar ciertos espacios y quién no, lo que fomentaba la ruptura del trabajo colectivo. El hecho de no haber podido elaborar un manifiesto conjunto fue una clara muestra de que estos espacios podían ser precursores de la fragmentación de la colectividad.

Otro aspecto importante es la facilidad con la  que muchos hermanos indígenas se acoplaban al sistema occidental sin sentir incomodidad alguna, en una charla  con mi hermana Dokera Dominiko del pueblo emberá de Colombia conversábamos como muchos indígenas han perdido esa conexión con el territorio y con sus propios ancestros y han convertido nuestra identidad en simples discursos para mantener ciertos privilegios, en una analogía con las plantas  decíamos que estos eran algo así como indígenas transgénicos, es decir, que eran indígenas cuya identidad ha sido modificada mediante ideas y procedimientos eurocentristas  con el fin de mejorar la interculturalidad de las naciones y que al igual que los alimentos transgénicos, eran resistentes a muchas situaciones que para un indígena que tiene conexión con el territorio resulta muy difícil.

Por último, una de las situaciones que me causó mayor tristeza fue la relacionada con las mujeres indígenas en Naciones Unidas. Apenas se destinaron dos sesiones a los asuntos de género, de las cuales solo pude participar en una debido a mi estado de salud. El caso de las mujeres indígenas y la violencia que enfrentamos dentro de nuestras comunidades sigue siendo un tema relegado. En los informes presentados se continuaban proponiendo proyectos y metodologías basados en una lógica occidental que, lejos de ser una garantía, no contribuye de manera efectiva a erradicar nuestras problemáticas.

Uno de los ejemplos más claros fue la violencia que yo misma estaba sufriendo por parte de un compañero indígena en el marco del programa, situación que no recibió la debida atención ni importancia por parte de la coordinación. Paralelamente, se promovía el discurso del empoderamiento de las mujeres indígenas como un eslogan vacío e hipócrita, que terminaba cosificando nuestra imagen en lugar de reconocer nuestras luchas y realidades.

Así comprendí que Indigenous Peoples no es lo mismo que “pueblos indígenas”. Estos espacios promovidos por las Naciones Unidas, con gran financiamiento del FMI, no responden a la realidad de nuestros pueblos, porque una vez más intentan someternos a procedimientos occidentales que no reflejan nuestra vida ni nuestra memoria. Lamentablemente, muchos hermanos los replican sin cuestionamientos, lo cual, para mí, pone en peligro la lucha indígena. Si seguimos practicando estos métodos sin incomodidad, podríamos olvidar nuestras raíces, anular nuestras memorias y diluir nuestras luchas colectivas.

En este sentido, considero que Fausto Reynaga tenía nomás razón, al menos en parte, cuando decía que el indio en América Latina no debía integrarse al mundo “mestizo-blanco”, sino afirmarse en su propia tierra, con su propio sistema de valores. Aunque por otro lado quizás lo que viví en la ONU no sea un hecho aislado, sino el reflejo de lo que también está ocurriendo dentro de nuestras propias comunidades.

No Grata y Desertora

Hace poco se estrenó el performance Mujeres Potosinas en la Independencia de Bolivia – Las que no firmaron el acta, de autoría de mi hermana Evelyn Callapino Guarachi, historiadora no grata para el machismo, indígena aymara y quechua. En una de las escenas, el papel de la mujer sin nombre —que representaba a las mujeres indígenas en la independencia— decía: “No sabíamos leer ni escribir, pero leíamos los gestos y las injusticias”. Esta frase es profundamente simbólica para mí, pues representa a mi abuela y a todas nuestras ancestras, la memoria viva de nuestros pueblos. Las mujeres indígenas han sido invisibilizadas en la historia escrita: muy pocos archivos históricos, o casi ninguno, mencionan su aporte a la lucha de los pueblos indígenas. Sin embargo, a pesar de no saber leer, las mujeres aprendimos a leer las injusticias, y desde ese sentir, las nietas que sí aprendimos a leer y escribir también hemos denunciado las injusticias sociales que atraviesan nuestras realidades.

El 26 de junio decidí formalizar mi denuncia ante la coordinación del programa respecto a la violencia que estaba sufriendo por parte de un compañero, Cacique del pueblo Mojeño Trinitario. La denuncia fue recibida de manera similar a como se atienden los casos de violencia machista en la FELCV. Resistiendo una semana más dentro del programa, me acuerpé con el cariño y acompañamiento de un grupo de becarios de habla portuguesa, con quienes, aunque no compartíamos idioma, nos entendíamos a través del lenguaje de nuestros corazones, además de dos hermanas de mi propio grupo de becarios.

El 9 de julio, mientras me preparaba para exponer sobre violencia machista e indígena en un grupo de trabajo de la ONU, leí sobre las sanciones de Estados Unidos contra la relatora Francesca Albanese, quien denunciaba el genocidio en Palestina. La noticia hablaba del derecho a la “legítima defensa” como justificación de actos violentos. Pensé en la experiencia de muchas mujeres y en la mía propia: cómo los derechos y procedimientos pueden convertirse en herramientas que justifican la impunidad de los agresores, sobre todo cuando una mujer rompe el silencio y denuncia la violencia.

Ese día hablé de machismo indígena, inspirada en Lorena Cabnal, denunciando la violencia patriarcal normalizada en comunidades indígenas: la negación de los derechos territoriales de las mujeres, la educación limitada para ser “buenas esposas” y la mutilación genital femenina en algunos pueblos indígenas bajo el título de “usos y costumbres”. Planteé que la violencia de género no es un asunto exclusivo de las mujeres, sino un problema estructural que afecta a toda la comunidad y que solo puede romperse colectivamente. Aproveché también el espacio para denunciar la violencia que yo misma estaba sufriendo, sin mencionar el nombre de mi agresor. Fui acuerpada por las hermanas y hermanos del grupo portugués y por mis dos hermanas de beca. Sin embargo, mi exposición no fue bien recibida por todos: mi agresor reclamó ante la coordinación, supuestamente cuestionando mis privilegios.

Horas más tarde, el coordinador Tiago Medeiros, mientras repetía una y otra vez la frase: “comprendo tu situación personal”, intentó persuadirme para realizar un ejercicio de cohesión con mi agresor, minimizando mis emociones. Fue entonces cuando entendí que la ONU no está preparada para enfrentar estas violencias, y que en estos espacios internacionales las mujeres indígenas seguimos siendo cosificadas, reducidas a cifras o imágenes, pero no protegidas ni escuchadas. Tenía la cuerpa cansada, tal vez como una alerta de lo que sucedería al día siguiente.

El 10 de julio, mientras se reportaba un nuevo hundimiento de la Waca, producto de la explotación minera, también se desplomaron mis esperanzas e ilusiones. Tomé la decisión de desertar de la beca y regresar a casa.

Mi agresor permaneció en el programa y se graduó, mientras yo me retiraba por mi seguridad e integridad. Mi denuncia no tuvo resultados, y además sufrí violencia institucional: me obligaron a firmar planillas y devolver un viático mayor al establecido, sin respeto por mi dolor ni un acompañamiento real para salir de un espacio hostil. Mientras tanto, el coordinador seguía repitiendo: “entiendo tu situación personal”, sin comprender que lo que estaba viviendo no era una situación personal, sino violencia estructural y normalizada, socapada por el silencio y la complicidad de la misma coordinación.

El lunes 13 de julio, mientras esperaba el vuelo de regreso a mi hogar, recordaba cómo mi madre tuvo que renunciar al derecho de tener una parcela propia para evitar la violencia misógina y machista ejercida por sus hermanos. Recordaba también cómo muchas de mis hermanas se vieron obligadas a abandonar sus hogares, dejando atrás pertenencias y sueños por preservar su seguridad. En medio de los amplios pasillos del aeropuerto, entre letreros de marcas internacionales de ropa y perfumes, me senté en una esquina y lloré. Lloré tanto que un funcionario del aeropuerto se acercó a preguntarme si podía ayudarme. Me dolió profundamente asumir, una vez más, que seamos las mujeres quienes tengamos que renunciar a nuestros sueños debido a la violencia machista. Los funcionarios me ofrecieron agua, clínex y una hamburguesa. Cuando di una mordida, recordé que no había comido en más de tres días. Mientras los bocados llenaban mi estómago, recordaba a mi abuela, que solía decirme que no era bueno comer mientras llorábamos, porque el corazón se enferma.

Al volver a mi hogar, me sumergí en una tristeza profunda. Me culpaba por no haber resistido lo suficiente para concluir la beca; me culpaba por haber denunciado la violencia que sufría. Hace poco vi una publicación de la ONU con la siguiente frase: “Las sobrevivientes necesitan algo más que empatía: necesitan protección, apoyo y justicia”. Ese mensaje me pareció profundamente hipócrita y desconectado de la realidad.

Escribo esta crónica como una forma de sanación y denuncia, aunque siento que la tristeza se está apoderando de mi cuerpa como un cáncer, así como las cooperativas mineras consumen a la Waca todos los días. La miro y presiento que el día en que ella se desplome, también me desplomaré yo.

El 31 de agosto del 2021, la Colectiva Mujer de Plata de la cual soy cofundadora, fuimos declaradas personas no gratas por el Concejo Municipal del Gobierno Autónomo Municipal de Potosí por haber denunciado actos de corrupción y de violencia que se ejercían en contra de la Waca- nosotras en un acto de reivindicación nos autoproclamamos no gratas para el machismo. Hoy confieso ante mis amigos , hermanas y cómplices que además de ser no grata soy también un desertora de las becas de la FMI.

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