Carlos Derpic
Las religiones han jugado y juegan un papel muy importante en la vida de los pueblos. Los imperios del oriente, por ejemplo, en la época mítica, o posteriormente Grecia y Roma y, más adelante el orden medieval, se asentaron fuertemente en creencias religiosas y en divinidades que dictaban su voluntad a los seres humanos, los cuales estaban obligados a llevarla a la práctica. Por ejemplo, el código de Hammurabi, que hasta hace algunos años era considerado como el más antiguo, era un conjunto de normas emanadas de una divinidad y transmitidas a los hombres a través de otra; Hammurabi era el encargado de realizar la voluntad divina en la Tierra.
Esto lleva a la evidencia de que la política está íntimamente relacionada con las religiones, las divinidades y las instituciones ligadas a ambas, aunque, claro está, el uso que se hace de Dios, la religión y la Iglesia difiere según los lugares y las épocas.
Algunos las utilizaron y utilizan para justificar intereses de grupo y asesinar a sus hermanos en el nombre de Dios. Por ejemplo, los sionistas que el día de hoy justifican las atrocidades y el genocidio que está cometiendo Netenyahu en la franja de Gaza, consideran que ese territorio es la tierra que Yahvé le prometió al pueblo judío, y como la cosa es así, no importan los muertos (12.000 niños, entre ellos) que se están cobrando en venganza a la barbaridad que cometió el grupo terrorista Hamás el 7 de octubre de 2023. Que se jodan, los palestinos son como el perro que provoca y despierta al león.
Están también los que en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado sumieron a los países del Cono Sur de Sudamérica en la noche oscura de las dictaduras de la seguridad nacional, asegurando que lo que buscaban era defender a la civilización occidental y cristiana de la amenaza del comunismo internacional.
Están los que, sin razón alguna, blandieron la Biblia al llegar a Palacio de Gobierno en Bolivia en 2019. Están, en fin, los que se creen elegidos por Dios y descalifican a todos los demás porque, siempre en su criterio, no forman parte del selecto grupo elegido por Dios.
En el otro extremo están los que, conociendo la importancia de la religión, tratan de disminuir su importancia e influencia. Estos son los que leyeron a medias a Marx y sólo recuerdan que dijo que la religión es el opio de los pueblos, ignorando (o desconociendo malintencionadamente) que el mismo autor, en la misma página, dijo que la religión es también el suspiro de los oprimidos y el alma de un mundo sin alma. Tampoco saben estos que la crítica de Marx era sociológica y no filosófica, pues esta última fue desarrollada por Engels.
O están los que, como la pareja de infelices que oprime al pueblo de Nicaragua, se han erigido en los nuevos profetas y califican a los católicos que les critican como enemigos de la revolución, los detienen y destierran, les confiscan sus propiedades y les privan de su nacionalidad.
En todo caso, hasta los que niegan la existencia de Dios, crearon en su momento otros dioses, como ocurrió en la ex URSS, en la cual las calle y avenidas comenzaron a llenarse de frases de Lenin cuyo cadáver insepulto sigue en la Plaza Roja y ante el cual solían celebrarse matrimonios; o en China, lugar en el que la palabra de Mao era palabra de dios.
El obispo auxiliar de Santa Cruz de la Sierra, monseñor Estanislao Dowlaszewicz, en su homilía del pasado domingo se refirió al uso interesado y convenenciero que hacen algunos políticos de Dios, pretendiendo de esta manera sacralizar su conducta que, en realidad, está muchas veces reñida con lo que Dios quiere de los seres humanos. Decía el obispo que se ve, en la práctica, que la Navidad no surte ningún efecto, que se siguen utilizando expresiones ofensivas y de odio a la persona que piensa diferente, para añadir: “hasta meten a Dios para sus propósitos”.
Sería bueno que muchos políticos, practicando la religión que les parezca (o sin practicar ninguna), dejen de utilizar a Dios para encaramarse en el poder y actuar sin control alguno; y sería bueno que, con humildad y realismo, otros reconozcan que no son los “jesucristos” del siglo XXI.
Por lo demás, el pueblo debe dejar de creer en falsos profetas, que abundan en todo tiempo y lugar.
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Carlos Derpic es abogado
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