1984 fue el año en que se registró la primera persona con diagnóstico positivo de VIH en nuestro país, pocos años después de que en 1981 se reconociera a la primera persona en el mundo con VIH. Gracias al activismo, a la lucha por la supervivencia y a la insistencia de organizaciones y comunidades organizadas, la Organización Mundial de la Salud instaló una agenda global frente a la epidemia y declaró el 1 de diciembre como el Día Mundial de Respuestas al VIH. Hoy, este compromiso también se refleja en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), en el ODS 3: Salud y Bienestar.
Luego de este breve contexto, y fiel al título de este artículo, apuntaré en clave de relato, algunos factores sociales y culturales que favorecen la transmisión del VIH. Hablo desde mi experiencia en acciones de prevención focalizada con hombres gays, bisexuales y otros hombres que tienen sexo con hombres, con mujeres trans, y desde el diálogo continuo con organizaciones y personas que viven con VIH.
Él tiene deseo sexual, como cualquier ser humano. Sale, invierte tiempo y recursos para explorarlo. Le han enseñado que los hombres heterosexuales “se tiran su canita al aire”. Tiene esposa y una hija; son una pareja joven. Ella recibe mensajes tradicionales sobre los roles de género —aunque duda de ellos— y asume las tareas de cuidado en su casa. Ambos han escuchado hablar del VIH, pero lo perciben como un asunto lejano, destinado a “otras personas”.
Él tiene relaciones sexuales sin protección con otras personas. No usa ninguna forma de prevención; como tantas personas, explora fantasías sexuales con parejas ocasionales.
Ella también tiene fantasías sexuales, pero no las vive: el peso del qué dirán la inmoviliza. Queda embarazada y, en los controles prenatales, le realizan la prueba de VIH, una política pública rutinaria boliviana. El resultado es positivo. Se espanta. Siente culpa.
En el centro de salud le sugieren —sin obligarle, a pesar de que para ella fue obligatorio— que su pareja también se haga la prueba. Ella inicia un proceso de asimilación cargado de preguntas. Asiste a un grupo de autoayuda con personas diversas: hombres gays, trans, mujeres, personas con historias distintas, algunas se asemejan a su propia historia. Ese espacio la abraza y le abre una exploración más amplia de su sexualidad.
La pareja, tras un conflicto interno profundo, decide hacerse la prueba. También es positivo. No lo soporta. Se confunde. No se siente cómodo en los grupos de apoyo junto a homosensuales, mujeres, otras personas. Decide autoaislarse: deja de asistir, deja de recoger sus antirretrovirales y abandona su hogar.
Ella, en cambio, encuentra amistades, sostén, escucha. A veces dice que el VIH le cambió la vida para bien. Nunca pensó en denunciar al padre de sus hijas, que le transmitió el VIH, aunque existe esa posibilidad en el Código Penal: sabe que criminalizar el VIH solo espanta a quienes necesitan acercarse a los servicios de salud.
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Ella es una mujer trans de un pueblo. Desde los 13 años tuvo que irse de casa por la presión familiar y el qué dirán del barrio. Llegó a la ciudad buscando trabajo, pero las puertas se le cerraron una y otra vez en la cara. Supo que había mujeres trans que ejercían el trabajo sexual en cierta zona y decidió probar. Allí recibió consejos duros pero sinceros: la calle le forjó una personalidad firme y determinada.
Con el tiempo, conoció clientes famosos —políticos, figuras que salen en la televisión y en las redes sociales— que le pedían prácticas y fantasías sexuales sin protección. Ella, astuta, encontraba formas de cuidarse.
Conoció a alguien especial. Se sintió querida como persona íntegramente, no como objeto sexual. Con él decidió tener relaciones sin protección. Meses después, en exámenes de rutina, recibió el diagnóstico positivo. Lo asumió con rapidez y se alejó: sabía que él la había transmitido. Las primeras veces que asistía al centro de salud sintió vergüenza, temía ser vista recogiendo sus antirretrovirales. La culpa fue disminuyendo, pero el prejuicio social hacia las mujeres trans y la falta de oportunidades laborales reales dificultan su continuidad en el tratamiento y en una vida saludable.
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Él, joven de unos 30 años, conoce bien el uso del condón. Ha escuchado campañas, ha participado en talleres, de los que sus amigos le dicen: “la condonización del VIH”. Mantiene prácticas sexuales esporádicas y clandestinas; su familia sospecha de su homosensualidad, pero él nunca lo ha dicho. Algunas veces tuvo relaciones sin preservativo después de unas copas. En una de esas salidas adquirió el VIH, pese a tener información. Hoy defiende otras formas de prevención y promueve que el PrEP (profilaxis pre-exposición) se implemente ampliamente como política de salud pública en Bolivia, como ya sucede en otros países de la región.
Ella, él, elles han escuchado hablar del VIH. Todos tienen algún nivel de información. Pero también viven en una cultura; machista, homofóbica, racista, transfóbica. Un entorno cultural que castiga el deseo, llena de culpas, de silencios, de prejuicios hacia la sexualidad.
Y a eso se suma la precariedad de la atención en salud: servicios insuficientes, maltrato, barreras actitudinales, diagnósticos y comunicaciones con escasa empatía. Personal médico centrado en la genitalidad y no en la salud íntegra de la persona, ajenos —a veces— a los contextos machistas, homofóbicos y transfóbicos que atraviesan la vida de quienes atienden. Aunque lentamente, esto va cambiando.
Para finalizar:
No es el VIH lo que mata a amigxs, compañerxs y personas que viven con él.
Son la discriminación estructural, el estigma, la vergüenza y el miedo al qué dirán.
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J. Alex Bernabé Colque es defensor de derechos humanos
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