Un nuevo gobierno no puede gobernar con viejos abusos

Opinión

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Sumando Voces

Misael Poper

Después de veinte años en los que la violación de derechos humanos se volvió casi una constante en Bolivia, hablar de “nuevo gobierno” no puede limitarse a cambiar de autoridades o de siglas partidarias. Si de verdad queremos romper con ese ciclo de abuso, impunidad y tortura, el giro tiene que ser mucho más profundo: debemos pasar de un Estado que solo reacciona con leyes y castigos, a un Estado que también se transforma desde lo formativo. El cambio no es solo quién está en el poder, sino cómo está formado el aparato estatal que ejerce ese poder.

Durante estas dos décadas, los abusos no han sido simples excesos individuales, sino el reflejo de una cultura institucional que tolera, minimiza o incluso justifica la violencia estatal. Cuando las golpizas en las celdas, las amenazas e intimidaciones, la violencia en las protestas o la humillación cotidiana en oficinas públicas se normalizan, estamos frente a un patrón sistemático. El Estado, bajo distintos gobiernos, ha fallado en algo básico: garantizar que cada funcionario, desde el policía de turno hasta el fiscal, el juez o el médico forense, conozca y respete los derechos fundamentales de las personas. Ese es el punto de partida incómodo pero necesario para cualquier nuevo gobierno: reconocer que el Estado ha sido parte del problema y que, por lo tanto, debe ser parte de la solución.

Frente a la indignación social, la respuesta tradicional ha sido casi siempre la misma: más leyes, más penas, más discursos de “tolerancia cero”. Lo normativo y lo punitivo son importantes, nadie lo discute, pero la experiencia nos ha demostrado que son insuficientes. Podemos tener el mejor código del mundo, pero si el o la policía no entiende que no tiene derecho a golpear a un detenido, o el juez acepta como prueba una confesión arrancada bajo tortura, la norma se vacía de contenido. Ahí entra la herramienta olvidada: la formación en derechos humanos.

Formar en derechos humanos no significa “ablandar” al Estado ni restarle autoridad, sino precisamente lo contrario: darle criterios claros y firmes de actuación a quienes tienen poder sobre la vida, la libertad y la dignidad de las personas. Es enseñar que ninguna orden justifica la tortura; que toda persona detenida tiene derecho a la presunción de inocencia y al debido proceso; que las protestas sociales no se resuelven a balazos; que ser indígena, pobre, migrante, mujer o disidente sexual no autoriza el maltrato, la burla ni la negligencia. La formación no sustituye a la ley ni al castigo, los hace posibles en serio. Un Estado que invierte en capacitación rigurosa construye las condiciones para que su propio marco jurídico sea respetado; sin formación, el derecho se queda en el discurso, con formación empieza a convertirse en práctica cotidiana.

Invertir en derechos humanos tampoco es un lujo romántico “en favor de la humanidad”, como si fuera un adorno moral prescindible frente a otras prioridades. Es, ante todo, invertir en el respeto del debido proceso y del Estado de derecho. Un policía que sabe cómo detener sin torturar evita nulidades, protege mejor las pruebas y da más solidez a las investigaciones. Un fiscal formado en estándares de derechos humanos construye acusaciones más robustas y menos arbitrarias. Un juez que comprende la centralidad de la dignidad humana reduce sentencias caprichosas y protege mejor a las partes. Todo eso, además de ser más humano, hace que el sistema funcione mejor.

Un Estado que respeta los derechos humanos se respeta también a sí mismo. Cada vez que el propio Estado tortura, dispara sin justificación o encarcela arbitrariamente, no solo destruye vidas individuales: erosiona su legitimidad, alimenta la desconfianza y siembra rencor social. Por eso, invertir en formación en derechos humanos no es lo contrario de buscar eficiencia y eficacia; es la condición para lograr una eficiencia que no sea represiva ni corrupta, sino compatible con la democracia. La “mano dura” puede producir resultados rápidos en apariencia, pero deja un saldo de muertos, heridos, perseguidos y procesos viciados que más tarde estallan en nuevas crisis. La formación, en cambio, apunta al mediano y largo plazo: menos abusos, menos condenas al Estado, menos reparaciones que pagar, más confianza ciudadana.

El nuevo gobierno tiene la oportunidad y la obligación moral de decir, con seriedad: “Nunca más un Estado que viole de forma sistemática los derechos de su propia población”. Pero esa frase solo tendrá sentido si viene acompañada de decisiones concretas: formación obligatoria en derechos humanos para todo funcionario público, comenzando por policías, militares, fiscales, jueces y personal penitenciario; incorporación de contenidos de derechos humanos en las mallas curriculares de las escuelas de formación pública; evaluación real del impacto de estas capacitaciones y vinculación entre conducta respetuosa de derechos y posibilidades de ascenso; participación de víctimas, organizaciones sociales e instituciones de derechos humanos en el diseño y seguimiento de los programas formativos.

Después de veinte años de torturas, abusos y humillaciones, Bolivia no necesita únicamente un nuevo gobierno, sino un nuevo modo de gobernar. La clave no está solo en el próximo decreto ni en la siguiente reforma penal, sino en lo que pasa por la cabeza y el corazón de cada funcionario que ejerce poder. La formación en derechos humanos es el camino para que ese poder deje de ser herramienta de miedo y se convierta en un servicio al pueblo. No se trata solo de ser más eficientes ni más eficaces; se trata, sobre todo, de ser más humanos. Solo así podremos hablar con honestidad de justicia, democracia y futuro.

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Misael Poper es activista

Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.

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