Vivimos en una sociedad donde el concepto de justicia se ha reducido a una noción subjetiva: “la justicia funciona cuando falla a mi favor”, es decir, cuando valida mis creencias, mis intereses o mi versión de los hechos. Esta mentalidad se ha incorporado casi de manera inconsciente y se evidencia en conversaciones cotidianas, redes sociales y hasta en declaraciones públicas; de tal forma que la justicia se evalúa, no por su racionalidad ni por el método empleado, sino por el resultado final y si ese resultado coincide con las expectativas personales de quien juzga desde afuera.
Ahora bien, este fenómeno puede que se deba a que, en el fondo, para gran parte de la sociedad, “justicia” y “conveniencia” se han vuelto sinónimos. Entonces, no se reclama imparcialidad, se reclama victoria y la justicia se celebra cuando “me da la razón” y se acusa de corrupta cuando “le da la razón al otro”. Por lo que la percepción de legitimidad depende del resultado, no del proceso.
Y es realmente preocupante que esa sea la percepción común de justicia, o al menos aquella que se ve reflejada, pues la justicia real es incómoda porque exige aceptar decisiones que a veces no nos favorecen, asumir responsabilidad, reconocer límites y cumplir la ley aunque ésta no nos convenga.
Sin embargo, la cultura jurídica dominante ha convertido la justicia en un instrumento de disputa, no para resolver conflictos, sino para ganarlos a toda costa. Y una justicia que se usa como arma termina perdiendo todo su sentido de justicia, pues cuando el proceso se concibe como escenario de combate, ya no importa la verdad, solo importa el resultado.
A su vez, es necesario entender que el problema no es únicamente institucional, también es cultural. Por un lado, ya se ha demostrado que no basta reformar leyes si seguimos defendiendo una mirada utilitaria que mide la justicia por el nivel de satisfacción individual, por lo que de nada sirve modificar códigos si la sociedad seguirá midiendo la justicia como quien mide la calidad de un producto de consumo.
Pero, además, esta visión distorsionada del rol de la justicia se reproduce y se alimenta socialmente, con el refuerzo del discurso político, la opinión pública y, especialmente, el juicio mediático instantáneo que se realiza en redes sociales. En consecuencia, hoy no hay espacio para el análisis jurídico sino para la indignación rápida; no hay tiempo para evaluar pruebas, pero sí para tomar partido. Así, el debate público deja de girar en torno a la racionalidad jurídica y se convierte en un concurso de quién grita más fuerte. Este clima emocional, superficial y utilitario termina debilitando la idea misma de justicia, porque reemplaza el razonamiento por la reacción y la reflexión por la simpatía o el rechazo.
En suma, lo que tenemos no es justicia, es expectativa de revancha porque no se busca equidad, se busca la oportunidad de golpear al otro con la ley en la mano como arma simbólica. Y el escenario que estamos viviendo, donde coinciden intereses y emociones con el Derecho, no son precisamente “justicia”, sino el reflejo de que la justicia y quienes la administran son serviles al patrón de turno. No podemos hablar de independencia, imparcialidad, ni probidad cuando el accionar judicial es contradictorio de un día para el otro, en los mismos casos que son de su conocimiento.
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Luciana B. Miranda Serrano es investigadora y estudiante de Derecho.
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