Con discapacidad, pero sin límites: Edgar y Wara crían a su hijo con amor y coraje en medio de un sistema que no los mira

Desarrollo

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Yenny Escalante

Edgar y Wara, junto a su bebé Josué. Foto: Sumando Voces

Edgar y Wara, junto a su bebé Josué. Foto: Sumando Voces

Edgar Arroyo Cossío y Wara Lucía Yupanqui Flores sonríen mientras su hijo, Josué, intenta alcanzar el micrófono con curiosidad. Tiene dos años, una energía inagotable y los ojos despiertos. Nació sin ningún tipo de discapacidad, pese a todos los miedos que acompañaron su llegada. Sus padres lo miran con una mezcla de ternura y alivio, como si cada paso del pequeño fuera también una victoria sobre un sistema que no los mira.

Edgar tiene 38 años, es de Inquisivi, en Los Yungas de La Paz, y nació con parálisis cerebral severa. Llegó al mundo a los seis meses y medio de gestación. «Mi mamá me tenía en una cajita de zapatos, con algodón y gota a gota me daba leche. No había incubadora ni centro de salud», relata, según lo que le contó su madre. Su infancia transcurrió entre carencias, pero también entre la ternura de una madre que la salvó con lo poco que tenía.

Preside la Asociación El Despertar de Personas con Discapacidad, desde donde impulsa pequeños proyectos para que otras personas con discapacidad puedan trabajar y sostenerse. Su vida ha estado marcada por la discriminación desde niño. «A los seis años no me querían recibir en la escuela porque los profesores decían que podía caerme y no sabían quién se haría responsable. Tanto fue mi deseo de estudiar que fui un año entero como oyente, sin libreta, solo con mi bolsita y mi lápiz, y después ya me recibieron», recuerda.

Logró terminar el colegio regular, estudió computación y se especializó en ensamblaje y reparación de equipos. Pero conseguir trabajo fue otra batalla en la vida adulta. Dejaba su currículum pero nunca le llamaban. Pese a ello, encontró en la tecnología un medio para sostenerse y en el liderazgo de su organización, un propósito. Finalmente, un amigo le dio una oportunidad. No le pagaba mucho, pero le dejaba salir cuando tenía reuniones. Gracias a eso pudo mantenerse.

Años atrás conoció a Wara, en un taller de cocina. Ella, una mujer de 28 años, paceña, de sonrisa dulce, tiene discapacidad intelectual y epilepsia desde los seis años de vida. Estudió hasta quinto de primaria y después acudió a la escuela nocturna para salir bachiller, y lo logró.

Después trabajó en una «brostería» donde sufrió discriminación. «Me trataban mal porque hacía las cosas lento y no me pagaban, y me salí», relata. Más tarde aprendió a hacer bisutería en los talleres de Mundo Inclusivo. De sus manos salen collares y pulseras que vende en ferias cuando puede.

Su vida cambió a los 25 años, cuando descubrió que estaba embarazada de dos meses, pues fue una sorpresa para ambos. Ella tenía miedo de contarle a sus padres, pero después que lo hizo todos se alegraron, dice con una sonrisa en el rostro. Y hoy, su hijo Josué ya tiene dos años.

Wara y Edgar siempre están pendiente para ver si aparece algún signo de discapacidad para atenderlo de forma oportuna. «Ser papás con discapacidad no es fácil. Yo tenía ese miedo, porque los doctores me decían que puede ser hereditaria la epilepsia», dice.

Ambos se apoyan para criar al pequeño: uno lo baña, el otro lo viste, se turnan en las tareas cotidianas. La falta de trabajo y de políticas estatales de apoyo agrava esa dificultad. Aunque la ley boliviana exige que el 4% de los empleos públicos y el 2% de los privados estén destinados a personas con discapacidad, en la práctica casi ninguna empresa cumple, realza Edgar.

El bono mensual que reciben —250 bolivianos en el caso de las personas con discapacidad grave o muy grave— apenas alcanza para cubrir gastos básicos. “No te alcanza para vivir dignamente, como dice el Gobierno», puntualiza Edgar, quien propone que el Estado cree proyectos y pequeñas empresas, para que las personas con discapacidad puedan desarrollarse en actividades como pintura, costura, armado de cosas, etc.

José conoce de cerca historias que duelen. “Tengo mamás en la asociación que son solteras porque los padres se van cuando nace un hijo con discapacidad. Me dicen llorando: ‘¿Qué será de mi hijo cuando yo muera?’”. Sabe también de jóvenes que, al cumplir 18 años, son expulsados de los centros donde vivieron toda su infancia y terminan pidiendo limosna en la plaza San Francisco. “Es muy triste. Por eso pedimos que el Gobierno se ponga la mano al pecho.”

Aun así, Edgar y Wara no pierden la esperanza. Trabajan con lo que tienen, enseñan a su hijo que no hay límites y siguen soñando con una sociedad más justa. “Nos falta humanidad”, dice él. “La gente nos ve como si no pudiéramos hacer nada, como si fuéramos inútiles. Pero solo pedimos oportunidades. Queremos vivir con dignidad, como dice la Constitución”.

Esta no es una historia de lástima, sino de amor y perseverancia: la de un padre y una madre que, a pesar de todo, se niegan a rendirse y buscan visibilizar sus derechos en cada espacio que encuentran.

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