Desde tiempos inmemoriales, el racismo ha sido un fenómeno persistente en la sociedad humana. En el último tercio del Siglo XX, se han logrado avances significativos en materia de igualdad de derechos, especialmente en los ámbitos salariales y laborales. Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Incluso en países como Estados Unidos se percibe un retroceso en los últimos años, impulsado en parte por las políticas de Donald Trump contra la población inmigrante. La lucha contra el racismo sigue siendo, sin duda, una asignatura pendiente de la humanidad.
Pero ¿qué ocurre cuando una población históricamente discriminada es utilizada políticamente para sostener proyectos de poder? Este es un tema controvertido, pero es precisamente lo que se ha observado en Bolivia durante los últimos veinte años bajo el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS).
Al inicio, las intenciones del MAS fueron necesarias y positivas: buscaban visibilizar a sectores históricamente excluidos. La representación indígena en la Asamblea Legislativa fue un gran paso hacia la democratización de las decisiones nacionales. Sin embargo, en el camino, el partido se aferró al poder y descubrió la ventaja política de utilizar a esta población como un pilar para sostener su proyecto de permanencia.
La representatividad indígena, lejos de convertirse en una fuerza transformadora para mejorar la calidad de vida de los pueblos originarios, terminó siendo instrumentalizada. Durante más de una década, muchos de esos representantes actuaron como simples operadores políticos del gobierno de turno, aprobando normas que facilitaban su gestión antes que responder a las verdaderas necesidades de sus comunidades. No se logró mejorar de forma sustantiva el acceso a vivienda, agua potable, salud ni oportunidades económicas en vastas zonas rurales.
En este período, los bolivianos fuimos testigos de constantes peleas en la Asamblea Legislativa, declaraciones desafortunadas y conductas poco democráticas por parte de algunos asambleístas del MAS. Como consecuencia, parte de la población empezó a asociar de forma inconsciente el color de piel morena o la identidad indígena con el “masismo”, la falta de preparación o la violencia política. Esto no fue un fenómeno espontáneo: fue el resultado de una estrategia calculada del partido.
Recuerdo claramente un episodio ocurrido en noviembre de 2019, durante el conflicto postelectoral. Salía del trabajo cuando una patrulla policial interceptó a un grupo de jóvenes partidarios de Evo Morales que intentaban saquear varios negocios. Aplaudí la acción policial y, de inmediato, un hombre de origen aymara me increpó molesto. Me acusó de “traidor” y dijo que, por mi color de piel, debía apoyar a Evo. Mientras buscaba un taxi, reflexioné sobre el daño que el MAS había causado: el adoctrinamiento de sectores rurales que seguían viviendo en condiciones precarias, sin que el gobierno hubiera resuelto sus problemas estructurales, pese a los años de bonanza económica.
La estrategia fue clara y cruel: posesionar en altos cargos a personas de organizaciones sociales con poca preparación, fácilmente manipulables. Si alguna de estas autoridades cometía actos de corrupción o emitía declaraciones imprudentes, sectores afines movilizados en torno a la identidad indígena reaccionaban defendiendo automáticamente a sus “representantes”, atacando física y verbalmente a quienes los criticaban. Así, la identidad indígena fue convertida en un escudo político.
Este uso político de la representación ha tenido un efecto devastador: ha contribuido a estigmatizar injustamente a amplios sectores indígenas como ignorantes, violentos o irracionales. Nada más alejado de la realidad. En Bolivia existen investigadores, innovadores, líderes comunitarios, defensoras y defensores de derechos humanos y jóvenes indígenas capaces de transformar el país con ciencia, creatividad y empatía.
Es urgente un cambio profundo. Necesitamos un gobierno que no utilice a los pueblos originarios como instrumentos políticos, sino que los respete, los empodere y fortalezca. Un Estado que fomente su participación auténtica y promueva su desarrollo integral y reconozca su riqueza cultural sin reducirlas a simples banderas partidarias. Solo así podremos romper con las estrategias que usan el racismo de manera directa o indirecta como herramienta de poder.
–0–
Rubén Ticona Quisbert es Economista y activista del colectivo Lucha por la Amazonia.
Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.