Roger Cortez Hurtado
El pliego reivindicativo de los bloqueos de ruta iniciado la segunda semana de octubre puede resumirse en tres demandas: subordinación general al jefe del MAS, fuego forestal ilimitado y garantías plenas de impunidad.
Los cimientos del asalto frontal que ejecutan los grupos alineados con Morales Ayma para precipitar la caída del gobierno y amparados por su permisividad, cambian de justificación con flexibilidad tornasolada, unas veces como protesta por la incapacidad de resolver problemas económicos, otras como reivindicación de derechos electorales o, por último, la que mejor convenga según las circunstancias.
Lo que permanece en cualquier situación es que el ritual del río de los bloqueos es un ceremonial que se nos impone, con violencia en ascenso, como tributo de sojuzgamiento al régimen entronizado en 2006 y que hoy busca imponer la normalidad y desentido común la resignación ante el abuso como sustancia del poder.
Muy lejos de lo que creen, o fingen creer, quienes afirman de tal concepción sería una excepcionalidad nacional o, peor aún, una inclinación regional, enfrentamos en realidad una atávica tendencia humana, que ha cobrado en estos años una capacidad de arrastre global de la que muy pocos se eximen. Ya sea en la mayor potencia militar del planeta, en los regímenes teocráticos del Asia, en la más clásica Europa occidental, en dictaduras o en regímenes nacional populares, campea hoy adonde dirijamos la mirada. Claro que la generalización de un mal no excusa la debilidad y la estupidez que lo soporta y alimenta.
La agresión descontrolada contra la naturaleza, que ya ha consumido unas 11 millones de hectáreas, de ellas unas 7 de bosques, como parte de la ampliación del mercado de tierras, trata de forzar la abrogación de la débil e impostada tregua ambiental, decretada con hipocresía sólo para salvar las formas, exigiendo que se permita seguir quemando “para producir alimentos”, como siempre ha pretextado el expresidente Morales, desde que empezó a aprobar leyes y decretos incendiarios, mantenidos hasta hoy desde el nuevo palacio gubernamental y sus ministerios.
La ubicación de los focos de incendio desmiente de una sola vez, desde la raíz, esta coartada, porque el mapa de lo incinerado casi no registra cultivos o rebaños destruidos y más bien demarca el área de las 13 millones de hectáreas agregadas, según señalan los programas oficiales como nueva frontera agroganadera y, en los hechos, el espacio destinado al mercado ampliado de tierras sobre la base de la expansión del tráfico ilegal y la extranjerización de nuestros territorios y recursos.
Tráfico de tierras, de adolescentes, de influencias, de puestos y candidaturas, de jueces, fiscales, militares o policías es el sello con que se mixtifica y abusa de la protesta social, igual que de la conciencia culpable y la pusilanimidad de los hasta ayer cómplices y vasallos, que compiten ahora por legitimar postulaciones y continuidad irrestricta.
En esta fase, el envilecimiento del régimen ha consumado un salto cualitativo donde avanza de los atropellos contra personas y grupos a la tortura de masas, ejecutada mediante la privación de alimentos, insumos productivos, posibilidad de trabajar y conseguir ingresos para la aplastante mayoría de la población, dejando claro que, sea ahora o en cualquier momento del futuro, está dispuesto a utilizar todos los recursos para controlar, centralizar y monopolizar el uso del poder político.
Esa pugna ha terminado de descuajeringar la estructura estatal, fragmentándola en parcelas en las que el Ejecutivo, principalmente manejado por los competidores de Morales Ayma, utiliza al máximo sus alianzas con jueces y fiscales y particularmente el copamiento del Tribunal Constitucional, para obstruir la candidatura de su adversario. Pero, dentro del aparato judicial, ahora también se ven las fisuras, propias de un sector oportunista innato y especializado en alinearse detrás del que garantice su campo de cosecha de ganancias monetarias e inviolabilidad.
Lo mismo está ocurriendo, aunque de momento, de manera menos visible, entre los aparatos de fuerza y en cualquier otro espacio de la administración pública, creando un equilibrio perverso que nos golpea colectivamente y ataca con la mayor dureza a los sectores más vulnerables.
Acorralados entre el fuego, real e implacable, el socavamiento apresurado de la economía y el reinado de la imposición mediante el uso de la fuerza corporativista y el miedo, ante la práctica ausencia del sistema de representación, la sociedad enfrenta el reto de definir durante cuánto más aceptaremos esta triste forma de sobrevivencia.
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Roger Cortez es investigador social y docente.
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