Alejandro Almaraz
Para concluir esta denuncia de la putinería (a la que he dedicado mis tres columnas anteriores), corresponde mostrar que es también una comunión en el método de ejercer el poder estatal. En términos generales y fundamentales, este método es el terrorismo de Estado, entendido como la reproducción del poder estatal sobre la eliminación fáctica de los derechos y libertades ciudadanas, a su vez lograda con la violencia criminal que elimina al opositor por aniquilación física o intimidación. Este hecho, por sí solo, da sobrada cuenta del carácter profundamente autoritario que sitúa a la putinería irremediablemente en contra de cualquier democracia. Si el sector trumpista que materializa a la putinería en EEUU y Europa no ha practicado el terrorismo de Estado, es por falta de oportunidad y no de deseo. Así, aún habiendo llegado al gobierno, como el mismo Trump, ha sido irremediablemente limitada en sus pretensiones autoritarias por una institucionalidad democrática sólida. Pero su predisposición a ejercitar la violencia estatal ha tenido claros anuncios, como fue, con especial relevancia, el asalto al Capitolio por una suerte de Kukusklan variopinto y farandulero, convocado por la frustración electoral de Trump y por el sentimiento (muy putinero) de la ofendida superioridad blanca.
Pero terrorismo de Estado ha habido desde mucho antes que apareciera la putinería, y continúa habiendo al margen de ella. Lo que singulariza en este plano a la putinería es la aplicación de las más nuevas y altas tecnologías al ejercicio de la violencia criminal del Estado sobre la sociedad. Esta cualificación técnica le ha venido permitiendo al poder putinero matar, secuestrar y desaparecer de manera más calculadamente eficaz y desapercibida (salvo cuando se tiene el interés intimidatorio de mostrar el dolor que se es capaz de causar) de lo que le fue posible hasta ahora a la represión política globalmente vista. Es en este territorio siniestro y generalmente clandestino que cabe explicarse el reguero de muertes extrañas que acompaña al poder del nuevo Zar, siempre empoderándolo más. Claro está, independientemente de los cientos de miles de muertos abiertamente causados por la represión y expansión imperial del nuevo Zar en Chechenia, Siria , Ucrania y la propia Rusia.
También el empoderamiento de la putineria latinoamericana está favorecido por muertes extrañas, independientemente de los miles de ejecuciones extrajudiciales (además de incontables torturas y secuestros) perpetradas por la dictadura de Maduro en Venezuela, según acredita formalmente la ONU, y lo que les toca de similares crímenes a las otras dictaduras putineras del continente. No obstante, tal vez el caso más ilustrativo de la operatoria del terrorismo de Estado putinero en Latinoamérica sea el del hotel Las Américas en Bolivia: mediante un montaje de grandes proporciones y alcances transnacionales, los órganos represivos del Estado falsifican un grupo terrorista de fines separatistas amparado por el movimiento cívico cruceño y, con la justificación de reprimir tan antipatriótica conspiración, asesinan (después de torturar) a tres supuestos terroristas (que se llevaban a la tumba el secreto del montaje), encarcelan (en varios casos también torturándolas) a decenas de personas vinculadas al movimiento cívico cruceño y, como exitoso resultado previsto, paralizan por el terror al resto de este movimiento opositor al régimen putinero.
Probablemente el mayor potenciamiento obtenido por la putinería de las nuevas tecnologías, sea su amplia capacidad de apropiar y producir información (y desinformación). La putinería es pues un poder altamente informatizado. Legiones de hackers rusos (a los que se han venido sumando los de otras nacionalidades, entre los que son especialmente relevantes para Bolivia los mexicanos), sin perjuicio de los potenciados procedimientos tradicionales de espionaje, han penetrado los registros informatizados de medio mundo y, consiguientemente, echado mano de sus informaciones reservadas y secretos. Con esa información, ya obtenida por medios criminales, se aumentan el acierto, rapidez y contundencia de la violencia criminal de la putinería, así como de los fraudes electorales con los que ha adquirido indiscutible supremacía mundial en la materia.
Al mismo tiempo, el poder putinero produce y divulga información falsa para suplantar, en la conciencia de la sociedad, la realidad por la ficción que le conviene y la justifica. La putinería es pues, también, una arrolladora industria de la mentira. Es en la nueva Rusia imperial que se ha creado (y desde donde se ha exportado por los conductos de la putinería) el agresivo e invasivo método de manipulación de la opinión pública, que radica en la inundación de las redes sociales con cuentas falsas desde las que se reproducen constante, masiva y sistemáticamente (y en perfecta sintonía con los muchísimos medios de comunicación convencionales de uno u otro modo controlados por la putinería) las mentiras que le son absolutamente imprescindibles a la putinería. El poder de la putinería es pues totalmente incompatible con la verdad.
La muestra más relevante de ese método del engaño industrial, está en las elecciones estadounidenses de 2016, cuando el intenso y masivo ataque de la desinformación digital, lanzado desde la misma Rusia, afectó sensiblemente la imagen electoral de Híllary Clinton, al grado, probablemente, de ser decisivo para el triunfo de Trump. De manera que este disminuido Putin yanqui, no ayuda al original solo por su confesa y muy comprensible admiración personal, o por su menos evidente pero muy profunda adhesión política, sino también por una muy bien ganada gratitud. Otra muestra reveladora, especialmente para las víctimas latinoamericanas del engaño putinero, es la de la empresa “Neurona”: una pandilla mexicana de acción digital que, cobrando tarifas leoninas delictivamente arrancadas de los magros fondos públicos de países -como Bolivia- caídos bajo el poder putinero, se dedicaba a instalar la mentira en la opinión publica, siempre a favor de ese poder y con bien asimilada tecnología rusa
Merced al potenciamiento material resultante de la apropiación tecnológica, y funcionalizado a la expansión totalitaria que resume los propósitos finales de la putinería, los servicios de inteligencia exterior de los estados putineramente gestionados, han experimentado una revolución de alcances inéditos. No en vano Putin, el demiurgo de la putinería, tiene como “record” que lo define en su más honda profundidad existencial, haber sido un meritorio coronel de la KGB, la siniestra agencia del espionaje soviético. Si tradicionalmente estos servicios, más vulgarmente conocidos como espionaje, se limitaban a lograr el conocimiento ilícito de lo que otros Estados y actores políticos no mostraban, bajo el poder putinero se prolongan a la intervención subrepticia y criminal en los actos de esos otros Estados y actores, mediante legiones de agentes encubiertos que suplantan o desplazan a los auténticos gobernantes o representantes. De este modo, la putinería ha inaugurado una nueva forma de usurpación de la soberanía nacional y popular en muchos países que pretende someter y, eventualmente, somete de esa manera. No invade solamente con la abierta brutalidad genocida que vemos en Ucrania, lo hace también con este nuevo método que podría nombrarse como de la invasión invisible.
El paradigma putinero en esta nueva manera de invadir, es la dictadura cubana con su muy reconocido servicio secreto. En efecto, mientras la gran mayoría de los cubanos sufren la gradual destrucción física por hambre y abandono, su gobierno ha desplegado, en todo el continente americano, a varios miles de agentes secretos, de distinta nacionalidad pero suyos, que representan los papeles de diplomáticos (de Cuba, de EEUU y quién sabe de cuantos otros países), empresarios, artistas, profesionales (sobre todo salubristas “solidarios”), políticos de todas las corrientes, estilos y jerarquías, y un largo y diverso etcétera. Esta diversidad, en todo caso, está limitada por el denominador común de ejercer -actual o potencialmente- alguna forma de poder sobre la sociedad. Alguno de ellos, Manuel Rocha, fue embajador de EEUU en Argentina y Bolivia dentro de los 40 años que duró su carrera diplomática, e integró algunos de los organismos de seguridad nacional de EEUU más importantes. Al margen de los muchísimos servicios que tuvo oportunidad de brindarle al invasor Estado cubano, los bolivianos podemos darnos cuenta que el apuntalamiento electoral clave que le brindó a Evo Morales (mediante la poderosa y perfectamente contraproducente convocatoria que significó su llamado a no votar por él) se ideó y decidió en La Habana, y no en el equipo de audaces publicitas de Goni, como nos han mostrado falsamente Hollywood.
La putinería boliviana, que adquirió nivel estatal y significativa visibilidad internacional con el gobierno de Evo Morales, ha caído en el gris y mediocre perfil bajo que caracteriza a Luis Arce y envuelve toda su gestión. Pero, paradójicamente, la contribución putinera del Estado boliviano nunca ha sido tan importante como ahora que adquiere relevancia propiamente estratégica. En efecto, Luis Arce ha puesto íntegramente en manos de la putinería las mayores reservas mundiales de litio, concesionando el salar de Coipasa a una empresa china, y el de Uyuni a otra rusa. La flagrante inconstitucionalidad de ambos instrumentos jurídicos consecionales (ninguno ha sido aprobado por la ALP como manda para estos casos la CPE), se agrava en el caso del salar de Uyuni, pues el convenio que lo entrega a la empresa rusa de la energía nuclear es absolutamente secreto. Así, queda en el inescrutable secreto putinero lo que la nueva Rusia imperial queda facultada a hacer no solamente con el energético y estratégico litio, sino también con el uranio y las tierras raras de su entorno, aun más estratégicos -al menos el uranio- por ser la materia primar de las armas nucleares con las que el nuevo zar amenaza al mundo si no le permiten apoderarse de Ucrania. También en su adscripción putinera, como en toda la agenda totalitaria que el MAS ha adoptado por todo proyecto y horizonte, Luis Arce es bastante más eficaz de lo que fue Evo Morales.
La putinería es hoy el mayor enemigo político de la humanidad. Derrotarla es tan urgente como fue derrotar durante la segunda guerra mundial al nazi-fascismo, del que es relevo histórico cabal. Quienes objeten esta afirmación señalando que las víctimas mortales de Putin y sus aliados están lejos de las varias decenas de millones de asesinados por el nazi-fascismo, tengan en cuenta que esa espeluznante cantidad es el saldo final de la violencia desplegada por Hitler y Mussolini, y que Putin recién ha empezado a desplegar amplia e intensamente la suya. Pero hay fundados motivos para la esperanza. Si bien, como se ha dicho, la putinería carece de una estructura definida y permanente, tiene una cabeza que es Vladimir Putin. Si esa cabeza se corta, el resto del cuerpo decapitado reptará agónicamente por poco tiempo más, y luego morirá. Es ese el riesgo letal que ha adquirido el nuevo zar al invadir Ucrania.
Slava Ucraina ¡!!
–0–
Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba
Las opiniones de nuestros columnistas son exclusiva responsabilidad de los firmantes y no representan la línea editorial del medio ni de la red.