La putinería (II)

Opinión

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Sumando Voces

Alejandro Almaraz   

                Los actores políticos que concurren a la putinería (como se ha visto en “La putinería I”, desde la dictadura iraní de los ayatolas hasta la derecha internacional trumpista, pasando por las dictaduras latinoamericanas del siglo XXI) no lo hacen por meras posiciones coyunturales en la política internacional, o por intereses circunstanciales, como es, en relevante coincidencia de la mayor parte de sus miembros, el empeño por combatir y derrotar a los EEUU y sus aliados. Como se ha dicho también, la putinería tiene (con la sola salvedad de la vieja izquierda, intrascendente hasta en la propia putinería) un importante calado ideológico que la hace bastante más sólida de lo que parece a primera vista.

                Para empezar, la putinería es nacionalista. Aunque con distintos fundamentos y énfasis, todos sus miembros son centralmente (aunque en su caso solo discursivamente) nacionalistas. Así, mientras el nacionalismo iraní está fuertemente motivado por el fanatizado credo islámico-chiita, el nacionalismo de Trump y sus adláteres se nutre de la xenofobia racista que rechaza violenta e irracionalmente a los inmigrantes, y el nacionalismo de las dictaduras latinoamericanas se respalda, con hipócrita discursividad, en el tradicional antimperialismo, al que el MAS boliviano le ha agregado vistosos motivos étnicos, tan falsos como su antimperialismo. Probablemente el más pleno de los nacionalismos putineros sea el del propio Putin: agresivas pretensiones imperiales asumidas como los sagrados derechos de la “gran patria rusa”. En ningún caso se trata de un nacionalismo liberador, como el que inspiró y potenció a los movimientos de liberación nacional que se desplegaron en todo el tercer mundo durante buena parte del siglo pasado. Desde ya, ni la Rusia que gobierna Putín, ni los EEUU que gobernó y pretende volver a gobernar Trump necesitan liberarse de opresión externa alguna. Irán no necesita regar terrorismo en el mundo ni apoderarse del medio oriente para ejercer su soberanía nacional. En cuanto a las dictaduras latinoamericanas, caen en la mayúscula hipocresía de colmarse de palabras y gestos antimperialistas mientras entregan el patrimonio público de sus respectivos países a los capitales chinos, tan imperialistas como los yanquis o británicos, con una diligencia que supera a la más entreguista de las oligarquías que las precedieron en el oficio de gobernar para el capital extranjero.

                Es la dominación, y no la liberación, el sentido profundo del nacionalismo putinero. Por eso, la coincidencia geopolítica en el ataque al poder mundial detentado por las potencias occidentales, sus capitales y los organismos internacionales que -ciertamente- los sirven, no cuestiona -en si misma- la dominación que entraña ese poder, sino el hecho de no ejercerla ella, la putinería. Ocurre pues que en la putinería convergen los distintos sectores del capital -y sus agentes políticos- de algún modo repelidos o menoscabados por el centro global que históricamente, y aun ahora, ha venido teniendo el capitalismo.

Es el caso de los capitales emergentes, y muy especialmente chinos, cuyo rápido crecimiento, y consiguiente empoderamiento, ha merecido distintas restricciones y exclusiones por parte del centro capitalista tradicional, dada la fuerte competencia que representa para él. Lo es también el de ciertos sectores empresariales en los propios países centrales del capitalismo, a los que la acentuada y acelerada concentración financiera de la ganancia ha privado de beneficios económicos y, más aún, de incidencia en el poder político. Similar a la de estos sectores burgueses es, incluso, la situación de importantes sectores de la clase media en esos países, empobrecidos por la misma causa, aunque culpen de ello a los inmigrantes. Es muy sugerente de la profundidad y eficacia de los nexos putineros que, si bien existen importantes tenciones y disputas entre los sectores del capital recién nombrados (como lo testimonian los aprestos de guerra comercial de Trump contra China), a la hora de apoyar algo moralmente tan difícil de apoyar, como la brutal invasión rusa de Ucrania, convergen sólida y eficazmente. En la putinería, sea vista en su conjunto o en la individualidad de sus miembros, no hay nada verdaderamente alternativo o transformador, ni mucho menos perspectiva poscapitalista alguna. Lo más contestatario que ofrece es la disputa absolutamente intra-sistémica e intra-capitalista del dominio mundial, y si se descalifica a la institucionalidad internacional creada por la todavía vigente hegemonía occidental para ejercer ese poder, no es porque se lo rechace, sino, como es muy razonable suponer, porque se prefiere el método decimonónico del directo y abierto reparto mundial.

                Luego, la putinería es ecocida. En efecto, principalmente sus actores estatales, han ejecutado las políticas más agresivas -a escala mundial- contra la naturaleza, en pleno desarrollo de la gravísima crisis ambiental que vive el planeta. Para mencionar solo lo más destacado al respecto, China permanece inconmovible en su negativa a asumir los mínimos compromisos de protección ambiental que supone el Acuerdo de París, no obstante ser el segundo responsable mundial en la emisión de gases de efecto invernadero. Peor aún, los EEUU, primer responsable en la emisión de tales gases causantes del desastre climático, fueron retirados de dicho acuerdo durante la presidencia de Trump, con la arbitrariedad y prepotencia que lo caracterizan y que corresponden a su estatura intelectual. Trump, al igual que otros líderes putineros y ultraliberales, continúa negando el origen antrópico del cambio climático, y el pleno consenso científico que lo afirma, desde su razonamiento, parecería ser solo una malvada conjura anti-americana.

                Mención aparte merece la putinería sudamericana, pues desde las dos orillas supuestamente opuestas en las que se sitúa, la de los gobiernos “socialistas” de Venezuela y Bolivia y la del gobierno ultra-conservador de Bolsonaro, ha convergido en causar la mayor destrucción de la que se tenga memoria, en ese extraordinario emporio de vida silvestre de incalculable valor para la humanidad que es la Amazonía. 

No es en absoluto casual, “socialistas” del siglo XXI y “libertarios” ultraconservadores tienen una profunda y sólida coincidencia programática (apoyar a Putin y su invasión no es lo único en lo que coinciden). Para ambos, nada tiene una importancia siquiera equiparable a la de la explotación mercantil de las materias primas, más aún si es ejecutada por la inversión extranjera. Ni siquiera los derechos a la vida y el territorio de los pueblos indígenas ni, incluso, el derecho de la sociedad toda a un medio ambiente sano y equilibrado.

Por eso, han promovido -coincidentemente- el desarrollo de las industrias extractivas, y especialmente la minera e hidrocarburífera, en sus respectivos espacios amazónicos, con despiadada y devastadora intensidad. El saldo de ello, fuera de las ganancias comerciales que no han variado la pobreza de las respectivas sociedades, son el extenso envenenamiento de aguas, tierras y seres vivos (en la extraordinaria diversidad que incluye a los seres humanos); la gigantesca deforestación acrecentada por el fuego; y el desplazamiento consumado o inminente de innumerables comunidades. Nada más concluyentemente ilustrativo de la convergencia ecocida de la putinería sudamericana que lo ocurrido con los incendios forestales de 2019: Los bosques amazónicos consumidos por incendios que fomentaron (por acción u omisión) las idénticas políticas extractivistas de Bolsonaro en Brasil y Evo Morales en Bolivia, tuvieron, a escala de los respectivos territorios nacionales, la misma y aterradora extensión.           

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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba

   

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