Putinería. Es así como cabe nombrar a la corriente política internacional que articula Vladimir Putin y disputa el poder mundial. Si bien lo que la define y delimita es el respaldo que sus miembros, de distinto modo y en distinta medida, brindan a las políticas dictatoriales y expansionistas de esa reencarnación simultánea de Iván el Terrible y Josep Stalin, como se verá luego, goza de una muy significativa substancia ideológica. La putinería vincula, sin una estructura definida y sin explicitarse, a un conjunto de actores políticos en todo caso relevantes para el poder; si no lo ejercen actualmente, lo hicieron recientemente o tienen perspectivas ciertas de hacerlo. La mayor singularidad de la putinería radica en el amplio espectro ideológico de su composición. En efecto, se extiende desde la siniestra dictadura iraní de los ayatolas, incluyendo sus satélites de fanatizado belicismo chiita, hasta los residuos de la vieja izquierda surgida en (y a la sombra de) el socialismo soviético, pasando por la nueva ultraderecha trumpista, si bien mundialmente expandida, especialmente importante en Europa y EE.UU. También están las membrecías singulares, como la ominosa Corea de Kim Yong Hun, ciertos países africanos cuya población se alimenta (sin perder el hambre ni la desnutrición) de donaciones rusas, y la China, al menos parcialmente pero con indudable relevancia económica.
La putinería de los ayatolas no podría ser más evidente ni sangrienta: Irán es la inagotable fuente de armamento que sostiene hasta ahora la invasión rusa de Ucrania, proyecto supremo y existencial del nuevo zar, por no hablar de la geopolítica de expansión conjunta sobre el Medio Oriente, que se ha revelado con particular nitidez en la guerra de Siria. La putinería de la nueva ultraderecha parte de una imitación escalonada de pintorescos liderazgos caudillescos. Donald Trump es el Putin estadounidense, perfecto de no ser su merma intelectual respecto al original, y los(as) distintos lideres nacionales de esta regresiva corriente global (Le Pen, Abascal, Berlusconi, Orbán o Bolsonaro, entre otros menos importantes) son, con matices particulares, el Trump de su respectivo y desventurado país.
No obstante, las similitudes y afinidades con Trump, tan abiertas como directas, no impiden que estas sus réplicas tengan vínculos con Putin tan estrechos y eficaces (aunque solapados en algunos casos) como los del propio Trump, que no parece haberse preocupado por siquiera disimular su amistad y admiración hacia el nuevo Zar, ni sus negocios con su entorno. Así, los que no son amigos o socios del Zar (como casi todos los nombrados) recibieron su generoso financiamiento y colaboración electoral (como Jean- Marie Le Pen).
El servicio putinero de esta ultraderecha es casi tan decisivo para la expansión imperial del nuevo Zar, como el propio despliegue del ejército ruso, pues radica, con significativo éxito, en impedir que Ucrania cuente con el armamento que puedan brindarle los países occidentales y que es su única posibilidad de defensa militar efectiva. En esta línea de acción, Donald Trump, operando el patrimonio partidario republicano que ha adquirido, ha logrado el significativo éxito reciente de privar a la defensa ucraniana de las armas imprescindibles para impedir el avance ruso sobre Avdivka, al paralizar la aprobación del último presupuesto de ayuda de militar de EE.UU. a Ucrania.
En cuanto a la izquierda putinera, su expresión más relevante es el autonombrado “socialismo del siglo XXI” (sería más pertinente decir fascismo latinoamericano del siglo XXI), que brinda cobertura discursiva al cuarteto de las dictaduras latinoamericanas (Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia), y al despliegue del populismo autoritario en gran parte del continente latinoamericano. Pero también cuentan las agencias que tales dictaduras han instalado en Europa y los EE.UU. con el dinero que criminalmente han arrancado al erario nacional de Venezuela e incluso Bolivia, cuyo inmejorable ejemplo es el Podemos español.
Por lo demás, en una vacilante frontera de la putinería, está la vieja izquierda que hasta ahora no ha logrado liberarse del secuestro ideológico-autoritario consumado por el bolchevismo sobre el pensamiento revolucionario, y que, tal vez por eso, parece seguir pensando que la opresión brutal del Estado sobre la sociedad (como la que practica Putin magistralmente) tiene justificación, o al menos atenuantes, si se ejerce en nombre de la revolución o el socialismo.
A diferencia de los argumentos groseramente prosaicos y mezquinos de la derecha trumpista (ni un dólar para ayudar a nadie en el mundo), la izquierda putinera exhibe razones moralmente elevadas: paz, desarme, soberanía de los pueblos. Pero cuando debe pronunciarse respecto al específico drama ucraniano, tanto altruismo deviene en lacónicas y anodinas declaraciones que llaman a la paz, la solución negociada, y en algunos casos ni siquiera rechazan la invasión rusa. Es al pasar de la declaración retórica al planteamiento práctico que se revelan en esta izquierda, infames y rotundas, tanto su hipocresía como su putinería.
En efecto, la enfática oposición a que sus respectivos países brinden armamento a Ucrania demuestra que esta izquierda no pretende acabar la guerra, pues esta no acabará porque Ucrania pierda el apoyo militar externo; ni impedir los réditos de la industria armamentista, pues el armamento no le cae del cielo gratuitamente al ejército ruso. Lo que pretende, como sería el obvio efecto práctico de su exigencia, es que Ucrania deba defenderse en su abismal inferioridad militar y, por consecuencia también obvia, el Zar gane la guerra restituyendo Ucrania a los dominios territoriales de su imperio.
La pérdida total de la soberanía de Ucrania, su destrucción material y un nuevo genocidio de su pueblo a manos del zarismo ruso, inminentes en ese desenlace de la guerra, no son un problema mayor frente a los altos valores “socialistas” y “humanistas” de esta izquierda que pareciera vivir enajenada por una perversa añoranza estalinista de guerra fría. Parte de esta enajenación se sustenta en la ramplonería geopolítica, lanzada con cierto éxito por los teóricos del socialismo del siglo XXI, de atacar a los EE.UU. como mal supremo de la humanidad y, por lo tanto, apoyar a cualquier adversario suyo.
La eficacia putinera de la izquierda difiere entre la izquierda residual del eterno trasnoche, y la del socialismo del siglo XXI. La de aquella en verdad le sirve de poco al Zar, apenas para crear o acrecentar un poco las dudas de las sociedades occidentales sobre la necesidad y legitimidad de ayudar a Ucrania. La del socialismo del siglo XXI, en cambio, tiene la importante utilidad de aminorar el aislamiento diplomático en el que ha quedado el Zar por efecto del repudio a su invasión, abrumadoramente mayoritario entre los países del mundo. Así, las dictaduras latinoamericanas han hecho lo más favorable para Putin que les fue posible en el marco de las NN.UU. donde el repudio a su invasión fue abrumador: en franca contradicción con el sentimiento de sus respectivas sociedades, sumar sus votos a las pocas abstenciones (respecto a las resoluciones de enfático repudio) adoptadas por algunos países de África y Asia presionados por el comercio o las donaciones rusas, constituyendo así un bloque abstencionista de algún relieve – aunque muy minoritario- que es lo más que podía pretender el Zar. Si bien este apoyo en el terreno diplomático es el servicio putinero general de las dictaduras latinoamericanas, entre ellas hay algunos otros específicos de particular importancia.
Por una parte, la dictadura cubana viene siendo una segura y creciente proveedora de mercenarios para el ejército invasor de Ucrania. No se trata ya de aquellos combatientes internacionalistas que se incorporaron a las guerras africanas o a las guerrillas latinoamericanas siguiendo el derrotero del Che. No, ahora se trata de personas explícitamente autoreconocidas, y reconocidas por los demás, como mercenarios, cubanos dispuestos a arriesgar sus vidas para escapar de la miseria y la opresión que el glorioso socialismo (o muerte) de los Castro ha implantado en su país. Por otra parte, la dictadura boliviana de Luis Arce viene cumpliendo una muy trascendental función putinera. De eso nos ocuparemos en la continuación de esta columna.
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Alejandro Almaraz es abogado, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UMSS y activista de CONADE-Cochabamba
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